Algo parecido ocurrió con A la salida nos vemos (1986), la opera prima de este realizador, que también es una cinta que bien podríamos llamar “película de sinopsis”, es decir, un filme que si es descrito en tres o cuatro líneas, incluyendo la intención que buscaba el director, resulta fascinante. La atractiva sinopsis de esta primera película de Palau nos habla de nostalgia, de aventuras con sabor juvenil, del despertar sexual, de rebeldía y de muchachos que pasan momentos tan gratos que nunca se podrán olvidar.[1] Todo esto se ve en el filme, pero la maravillosa película que nos pintan no existe. Al parecer estos encantadores ingredientes no fueron cocidos al calor indicado ni en la medida necesaria, por utilizar una metáfora culinaria. El caso es que sólo se puede ver una historia fragmentada y un relato disperso, una película que tiene muy poca solidez dramática y narrativa porque fue construida como una seguidilla de escenas episódicas, una colección de anécdotas juveniles visitando lugares comunes y sin hacer parte orgánica de una historia, sólo buscando el efectismo del sentimiento fácil, ya fuera cómico, dramático  o emotivo.

Exactamente lo mismo se puede decir de Hábitos sucios (2003), con el agravante de que a todo esto se le suman otras carencias y equívocos. Lo primero, es que se trata (para seguir con los apodos) de lo que llaman una “película aterrizaje”, de esas que pasan por encima de todo y no tocan nada. Y es que en esta historia vemos, y la más de las veces de forma gratuita o forzada, alusiones a la delincuencia, a la guerrilla, al narcotráfico, a la corrupción, a los paramilitares, a la limpieza social, al lesbianismo, al asesinato, a la degradación moral en el clero y a otros tantos de los males de este país y de la misma naturaleza humana que, apilados de tal forma y sin un tratamiento sólido, sólo pueden producir exasperación por la evidente intención del director de querer opinar acerca de todo con retórica y frases hechas. La consecuencia de esto no es otra que un desconcertante caos narrativo y argumental que, como en su anterior película, sólo puede tener alguna inteligibilidad  si se considera de manera episódica.

En medio de todo esto, Palau nos propone un conflicto con doble personalidad que termina por desarticular definitivamente todo el relato. La película está basada en el caso de una monja bogotana que fue condenada a 14 años de prisión por asesinar a una compañera de su comunidad.  Sin embargo, casi la mitad de la película está centrada en la hermana Beatriz, una joven monja querida por casi todas las demás, que termina por desaparecer misteriosamente del convento, no sin antes plantear que el conflicto (con personalidad múltiple) es acerca de su relación con algunos delincuentes del barrio, con el compañero de la universidad que quiere hacerla militante de la guerrilla, con algunas de sus compañeras y hasta con las mujeres con quienes hacen su labor social las monjas en el convento. Pero cuando la hermana Beatriz desaparece, empieza el segundo conflicto, la segunda película, que poco tiene que ver con el primero: una monja, Gloria del Valle, que no la hemos visto mucho en la primera parte, resulta acusada del asesinato de la hermana Beatriz. Y entonces viene un lío judicial y su permanencia en la cárcel, y más situaciones que abordan los más disímiles temas y distraen la atención del nuevo conflicto.

El origen de todos los males de esta película está, pues, en su guión atiborrado de personajes gratuitos y fugaces, así como de situaciones que evidencian su intención de provocar, violentar o, cuando menos, hacer una denuncia escandalosa y la más de las veces malintencionada. Tal vez mucho de lo que muestra esta película sobre la vida en un convento sea verdad, a fuerza de escucharlo tanto no nos sorprendería tal cosa, pero el compendio de situaciones y personajes que propenden al escándalo es ya de una obviedad elemental y les quita toda la fuerza que puedan tener. Todo eso del lesbianismo, las intrigas, el cura adivino y hasta el mismo asesinato, carecen de toda la mesura y sugestión que este tipo de temas exigen para que no sea el morbo y el amarillismo el que hable por ellos. En suma, se trata de un guión más preocupado por la denuncia provocadora y por las consignas contra todos los males colombianos que por construir un buen relato con solidez argumental.

De otro lado, la película fue realizada en video digital y luego inflada a 35 mm. Si bien se dice que el cine es un acto de fe porque es necesario esperar a que la película pase por el laboratorio para poder ver la verdad “revelada”, en un rodaje en video se puede estar constatando permanentemente la calidad de la imagen y del sonido en el monitor. Por eso parece inaudito que esta película, encima de todo, tenga una manejo visual tan irregular, por no decir deficiente. Y no es que se trate de proponer una “estética de la fealdad” como, por ejemplo, asume una película como La gente de la universal (Felipe Aljure, 1993), sino que llanamente parece es un caso de torpeza o negligencia técnica.

No es nada grato referirse en estos términos a una película colombiana, más ahora que parece que nuestro cine se encuentra en un alentador momento, tanto en calidad como en cantidad, pero una película como ésta desmiente ese proceso de cualificación y profesionalización que se iniciara con la bonanza de producciones patrocinadas por FOCINE en los ochenta y que se reafirmó con los buenos resultados que se vieron en los noventa.


[1] Memoria visual. Focine, Bogotá, 1990. Pág. 8.

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