Lejos está aquel primero de noviembre de 1898, cuando unos empresarios trashumantes dieron la primera función de cine en Medellín. Usaron el proyectoscopio de Edison, aunque fue el cinematógrafo de los hermanos Lumière el que no tardó en imponerse y con él la costumbre de los habitantes de la ciudad de ir al cine, una costumbre que, en algún momento cercano a la construcción del Circo España (1910), se convirtió en programa de cada noche.

Del Circo España, la construcción del célebre teatro Junín y la fundación de Cine Colombia, hasta nuestros días, es mucho lo que ha cambiado la exhibición de cine en la ciudad, y de su mano los hábitos y gustos de la gente frente al cine. Baste mencionar una sola cifra: el teatro Junín, construido en 1924, y que fuera demolido a finales de los sesenta, ante la indignación de no pocos, para cederle su espacio al edificio Coltejer, tenía capacidad para acoger a cuatro mil personas; en la actualidad, en cambio, el teatro que más butacas tiene es el Cid, con apenas 1200, y cada vez son más comunes las salas que no alcanzan siquiera las 300 sillas.

Cine Colombia

La creación de Cine Colombia en 1927, probablemente ha sido el hecho más determinante de la historia de la exhibición de cine, no sólo en Medellín sino en todo el país. La razón es simple, fue una empresa que desde el principio monopolizó el negocio, primero comprando empresas como la de los hermanos Di Domenico (los primeros y más importantes exhibidores y productores de cine de Colombia) y después sacando del mercado a otras empresas que trataban de subsistir al margen.

Así pues, Cine Colombia, una empresa creada por antioqueños emprendedores y pujantes (también puede leerse ambiciosos y metalizados), mató por primera vez al cine de nuestro país, por un lado, al establecer como una de sus primeras políticas la eliminación de la producción de cine, pues sólo se dedicaría a la exhibición, y por otro, aunque no necesariamente era una política manifiesta, con la imposición al público de las películas que esta empresa, como dueña única del mercado, se le antojara exhibir, de acuerdo, naturalmente, con sus intereses económicos y con las imposiciones de las distribuidoras. Es la historia de siempre.

De todas formas, la construcción de salas se disparó durante las siguientes dos décadas, obedeciendo en buena medida a un fenómeno mundial, especialmente norteamericano, nuestra influencia directa. El studio system y su acólito, el star system, se encontraban en todo su esplendor, y el cine de género y los seriales también ponían de su parte para atraer masivamente al público hacia la oscuridad de las salas que se tomaban la geografía de la ciudad, llegando hasta los mismos barrios.

De la mejor a la peor época

La efervescente década del sesenta y su prolongación en Colombia por reacción retardada, los setenta, fue una época de gran vitalidad para el cine que se veía en la ciudad. La agitación cultural y política que se vivía entonces, en especial entre los jóvenes y los profesionales, se reflejó no sólo en la exhibición comercial, con la apertura de nuevas salas y la diversificación en su oferta con cine europeo (aunque fuera sólo por aprovechar el boom de las nuevas olas), sino también en la creación de iniciativas culturales e intelectuales que se materializaron en publicaciones, cine clubes (Medellín, Universitario, Ukamau, Cine Ojo...) y salas alternas, de las cuales la más conocida es El Subterráneo, el cadáver más bonito de toda esta historia.

Pero este país parece que no está hecho para soportar los buenos tiempos, así que a finales de la década del setenta el panorama de la exhibición de cine cambió completamente. La violencia y la inseguridad, nuestros más fieles ángeles guardianes, acentuaron su presencia y fueron diezmando al público cinéfago. Los teatros de barrio, entonces, fueron las primeras víctimas. Y para reemplazar la retórica por las cifras, que muchas veces son más significativas, nos encontramos con que de los veinte teatros de barrio que había hace dos décadas, hoy sólo quedan el Capri y el Odeón 80, los cuales están ubicados en un sector que, por sus características actuales, ya difícilmente se puede considerar como barrio.

Esta situación coincidió con la irrupción del video, que poco a poco fue consolidándose como el único medio elegido por muchos para ver cine, y tuvo continuidad temporal con aquella oscura época del narcoterrorismo. Ésa ha sido tal vez la peor época de todas, pues los cines se veían como sitios vulnerables de aquella ola de violencia y se llegaron incluso a suspender las funciones nocturnas de los teatros del centro.

A la violencia e inseguridad y a la decadencia del centro de la ciudad los exhibidores respondieron con una nueva propuesta: los cines en centros comerciales, que proporcionaban al público mayor seguridad y otros servicios adicionales como parqueaderos, teatros más cómodos y bien dotados o cercanía de locales comerciales. Ahora la tendencia es llevar al extremo esta propuesta con los llamados multiplex (ya se está construyendo uno en Medellín), esto es, la construcción de muchas salas y más pequeñas para ofrecerle al público una mayor oferta de títulos y más comodidad. Naturalmente el precio es mucho más alto.

A la insinuación de una elitización del cine, Iván Augusto Mejía Montes, gerente de Cine Colombia en Medellín, responde que es cierto, pero que con los teatros del centro de la ciudad se cubre a este público que no tiene la posibilidad de acceder a ese tipo de salas. Y efectivamente, el centro sigue siendo una buena alternativa, pues a pesar de que cada vez se cierran más teatros o se convierten en salas X, es posible tener acceso en las salas del centro a casi toda la oferta de cine que se exhibe en la ciudad.

Sin embargo, aunque la gente está viendo más cine que nunca, lo está haciendo por otros medios distintos a las salas de cine tradicionales, como la televisión por cable, las parabólicas, los canales de televisión y el video, este último, particularmente, se encuentra en su mayor esplendor a causa de una súbita invasión de videos piratas, los cuales son distribuidos masivamente en video-tiendas de barrio, que por menos de la mitad del precio de una entrada a cine, ponen a disposición del público la mayoría de los títulos de la cartelera sin que siquiera se hayan estrenado comercialmente.

A pesar de todo esto, los cines nunca morirán, porque no sólo son lugares donde se ven películas, sino que cumplen una importante función social. Pero aunque no morirán, en Medellín la oferta es cada vez más pobre y de menor calidad. El Centro Colombo Americano es la única sala que se arriesga, casi incondicionalmente, a presentar un cine diferente, pues el Museo de Arte Moderno se ha especializado en “refritos” de la cartelera comercial, los cine clubles ya no existen como tales, de las universidades es mejor no hablar y los exhibidores comerciales, inevitablemente, están condicionados por el sumo credo de nuestro tiempo: el principio de costo-beneficio.

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