Partiendo de este universo, en esta ocasión su interés se centra, más que en el fútbol, en esa exacerbada afición que nace en algunas personas por este deporte, convirtiéndose en una suerte de catalizador, como en una forma de catarsis de una realidad no siempre agradable y cuyo denominador común es la insatisfacción. Por eso están dispuestos a sacrificar, azuzados por una fatal inconsecuencia, todo por esta pasión: el trabajo, su dinero, el amor o la familia, porque esa pasión parece estar por encima de todo eso, pues resulta mucho más vital y estimulante para ellos. Más que una película sobre el fútbol, entonces, es sobre los colombianos, sus conductas e idiosincrasia. Ya Dago García, en complicidad con su amigo Ricardo Coral Dorado, había utilizado este popular deporte, en Posición viciada (1997), como un recurso para decir otras cosas sobre este país que nada tienen que ver con el fútbol, para hablar de los alcances de la corrupción en la sociedad y en el individuo, de lo trastocados que tenemos la gradación de valores morales y éticos, así como del arrevesado ordenamiento de nuestras prioridades. Hinchas sublimes y patéticos

La pena máxima (2001) está inspirada en el cuento Un día de fútbol, del periodista José Luis Varela. A partir de él Dago García y Felipe Salamanca escribieron el guión sobre dos hermanos, fanáticos del fútbol e incondicionales hinchas de la Selección Colombia, a quienes su pasión los lleva a afrontar situaciones extremas; donde una apuesta suicida, la muerte de un familiar y un partido definitivo, los lleva del patetismo a la emoción suprema y de la inescrupulosa desfachatez al acato respetuoso de lo que en definitiva consideran importante. Estas situaciones excesivas y contradictorias son las que permiten que, tanto la historia como los personajes, sirvan de vehículo para elaborar sardónicos apuntes sobre la condición y mentalidad de los fanáticos del fútbol y del país mismo, pero también para crear una ingeniosa comedia negra, prácticamente inaugurando un género hasta ahora ausente de la historia del cine colombiano.

Los dos protagonistas, interpretados con gracia y credibilidad por Enrique Carriazo y Robinson Díaz, dos actores de teatro y televisión que le han sabido dar la talla al cine, son los típicos aficionados y fanáticos del fútbol, aunque para efectos de la historia y del tono de comedia en que está contada, son un poco jocosos, cínicos y caricaturescos; de esta forma, es posible hacer una parodia y solapada crítica de este tipo de aficionados y su conducta, y al mismo tiempo, de un país que también posterga y olvida todos sus problemas a causa del fútbol y hasta de otras cosas menos importantes.

Este par de hinchas conforman la clásica mancuerna cómica del personaje cerebral y suspicaz con el ingenuo y despistado. La fórmula funciona muy bien, y más cuando algo relacionado con el fútbol está en juego, pues se convierten como en niños obsesionados por un juguete o por encontrar un ilusorio tesoro, y luego vienen los disparates, los absurdos y el patetismo. Entonces se opera una de las principales claves de la comedia: que los personajes, por cuestiones que consideran realmente importantes y vitales, hacen el ridículo o tienen conductas que de otra manera serían impensables. La secuencia de ese adusto empleado público tirado sobre un ataúd escuchando la definición un partido en el radio que yace con el difunto, es un ejemplo inmejorable de esto.

Aunque por otra parte, la película no se olvida de develar también la otra cara de ese fanatismo, de esa transformación que se opera en la conducta de los hinchas cuando la ansiedad antes de un partido o la emoción durante él o después de la victoria, se convierten en la furia y frustración de la derrota. La hinchada parece no conocer el punto medio y menos en este país, donde la Selección Colombia gana un par de encuentros y la consideramos una de las mejores del mundo, o por el contrario, cuando pierde nos sumimos en el derrotismo y los héroes de fútbol, como la Fiera Sanabria en la película, se convierten en villanos que merecen ser insultados, apedreadas sus casas o hasta suprimidos.

El cine es talento y empresa

Al momento de escribir esto La pena máxima ya era un éxito de taquilla en Colombia. Las causas de este feliz suceso son muchas y se dividen en cada una de las partes de ese doble carácter que siempre ha tenido el cine, el de arte e industria. Por eso en el cine no es suficiente tener talento para hacer películas, también hay que saberlas producir y comercializarlas. Esta película supo hacer muy bien ambas cosas:

En cuanto al talento, a la parte artística y creativa, sin ser pretenciosos en sus planteamientos, sus realizadores nos ofrecen una historia original, contada con buen ritmo y lenguaje de cine, algo que difícilmente logran quienes vienen de la televisión. Aunque este es el momento para sacar a relucir la larga experiencia de Jorge Echeverri como director cinematográfico, pues muy a pesar de lo ignorada que ha sido por los exhibidores, su filmografía cuenta con un par de cortometrajes y casi una decena de largometrajes. Sus películas son lo más parecido a “cine de autor” que hay actualmente en Colombia y La pena máxima fue “un encargo” de los productores, quienes conocían su talento y disciplina, pero, además, lo buscaron porque él le daría la “profundidad” que la historia necesitaba.

Tanto Echeverri como los guionistas, supieron explotar el tema y sus personajes, sin excederse ni limitarse. Pero sobre todo, lograron capitalizar con fortuna uno de los principales objetivos del filme: el humor. Tan esquivo en nuestro cine, pues casi siempre degenera en chistes personales o intelectualoides, cuando no en chabacanería o mal gusto. Pero ellos le apostaron al humor negro y a partir de él se logró una película, aunque no inolvidable, sí muy graciosa, divertida e ingeniosa, que entre líneas no se olvida de dar sus puntadas críticas y reflexivas sobre este tema y sobre nuestro país.

Ahora, en cuanto al aspecto relacionado con la producción, promoción y exhibición, que tuvo tanto o más que ver con el éxito de esta película, Dago García logró que el Canal Caracol (que tanto se ha beneficiado de su talento como libretista) compartiera con él los costos de producción y, de paso, le diera toda la divulgación y publicidad posible en sus medios. Pero la habilidad y eficacia de García para, no sólo hacer viable, sino también rentable su proyecto no se queda ahí, pues puso además en práctica aquel viejo adagio que dice que “si no puedes contra el enemigo, únete a él”, y todos saben que el principal enemigo del cine colombiano es, paradójicamente –indignantemente-, Cine Colombia. No sólo ahora, que no tiene ningún reparo en sacar al tercer día (como ocurrió con Posición viciada, por ejemplo) una película colombiana cuando no es rentable, sino desde 1928, cuando compró la empresa de los hermanos Di Domenico, no para asumir la producción nacional, sino para suprimirla, pues competía con las películas extranjeras que exhibía en sus teatros.

Pero esta vez los productores comprometieron a Cine Colombia con el proyecto y la película se estrenó con 25 copias, que es un factor fundamental en el éxito que pueda alcanzar una película. Con eso, más el despliegue publicitario de Caracol, más el tema de la cinta, más la originalidad de la historia, más el ingenio de Dago García y Felipe Salamanca y el buen oficio de Jorge Echeverri, esta película tenía que ser un éxito, un éxito de talento y un éxito de empresa.

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