O cuando nadie obtiene todo lo que quiere

Por Oswaldo OsorioImage

No me gusta hablar del amor, que en el fondo es sólo tristeza
(Sammy McCoy)
 
¿Qué era, pues, el amor? Un dolor atroz.
(La ciudad de todos los adioses)

El amor y la muerte son las dos verdades absolutas. Se vive en pos de ellas, buscando el uno y evitando la otra, aunque es al contrario en momentos de crisis. Lisa, el desbordante personaje de esta película, está entre estas dos verdades y nos arrastra a sus abismos y sentimos su dolor y la odiamos por su enervante actitud ante las cosas de la vida y la compadecemos por su fragilidad y nos sofoca con su desenfrenado apasionamiento. Su historia, pues, es imposible que nos deje inmutables, de alguna manera nos toca. Ése es el mérito de esta película, y en general del universo de Jorge Echeverri, quien con sus imágenes, sus personajes y los sentimientos y emociones que pone en juego, inevitablemente nos conmueve y nos afecta, porque no es un cine anecdótico o de entretenidas narrativas, ni mucho menos complaciente. Es un cine visceral, honesto en la forma en que desarrolla sus planteamientos y concentrado en las emociones humanas y especialmente en la vulnerabilidad de las personas ante el amor. 

Ya en Terminal (1999) ese desasosiego por las tribulaciones causadas por el amor se presentaba como el punto de partida de la historia y sus personajes. Aunque en aquella película el despecho opera a partir de la ruptura de una relación y en este nuevo filme ese despecho es por la imposibilidad de establecer una relación que sea correspondida, y por añadidura, es una suerte de despecho con la vida misma. Echeverri es uno de los poquísimos autores del cine de este país,  y como tal, su obra siempre está girando sobre los mismos problemas y manejando las mismas claves. Aunque esos problemas son derivaciones de uno sólo, el amor, y esas claves tienen que ver con conflictos que se desarrollan, no tanto entre personajes, sino al interior de los personajes mismos; tienen que ver con objetos que simbolizan esos conflictos (un pollo asado, un anillo una paloma); también con la desnudez, la del cuerpo y la del alma; con el constante contrapunto entre paisaje urbano y rural; con el incesante conflicto del país como sonido de fondo; y con la creación de unas imágenes hermosas (fotográficamente también), poéticas y a veces turbadoras.

Jorge Echeverri dice que la película empezó a partir de una de estas imágenes, onírica, sugestiva, absurda: unos peces moribundos en un bote y una gotas desangre que caen. Debemos suponer que esta imagen lo condujo al malamor o también que el malamor lo condujo a esta imagen, da igual, porque decía Cortázar que todos encuentran en su fe lo que los llevó a ella. La fe de este director parece ser la necesidad de explorar la naturaleza humana en relación con los problemas del amor y hacerlo a partir de imágenes que son causas o consecuencias de esa exploración. El caso es que no son cualesquier imágenes, sino que, como todo buen cine, son construcciones que resultan de la mezcla contra natura entre la sensibilidad y la técnica, donde tan importante es expresar un sentimiento con una imagen como elegir el encuadre apropiado y usar adecuadamente el fotómetro.

Víctima y victimaria

Lisa está en medio de un triángulo amoroso en el que incluso se insinúan cuatro aristas. En principio está ella y el arrebatado amor que siente por Hache, el amante de su madre. Pero también está un amigo suyo, quien tiene para ella un amor incondicional y soporta, como sólo un amor verdadero podría hacerlo, ser sólo el amigo fiel, su escudero en esa exaltada batalla que libra para ganar el amor de Hache. Está también el padre de Lisa, que aunque no lo quiera y el relato lo ignore casi todo el tiempo, hace parte de otro triángulo, pero que se trata de otra fuerza que está tirando de su lado y aumentando la tensión de esta maraña de sentimientos en la que absolutamente nadie obtiene todo lo que quiere, porque en estos triángulos nunca hay un equilibrio, pues el amor siempre se presenta con diferente intensidad, cuando no es que simplemente en una sola dirección.

La gran paradoja de esta historia es que aparentemente Lisa es una víctima, una víctima del amor, del desamor, del malamor. Pero al mismo tiempo, en su lucha contra esta situación y con su desenfrenado apasionamiento al enfrentar ese problema, arrastra a todos los que la rodean hacia la desesperación, hacia la culpa y la impotencia. Todos son víctimas del carácter impulsivo de Lisa, de sus actos inconsecuentes y autodestructivos, de su impredecible romanticismo trágico que la lleva dar tumbos y golpearse constantemente contra el mundo, y cada golpe lo sienten los demás como si fuera contra ellos mismos, y de hecho, muchos de los golpes son contra ellos mismos.

En esta niña-mujer todo es apasionada irracionalidad. Por eso va al fútbol, por eso tiene palomas mensajeras, por eso intenta suicidarse, por eso aborta, por eso siempre escucha la misma música, por eso se inyecta, por eso huye, por eso regala su virginidad a un desconocido, por eso se da contra las paredes de la vida. Por eso es muy difícil identificarse con ella, pero también es imposible no participar de su angustia y su dolor. Esta ambigua sensación, así como el carácter de víctima y victimaria de este personaje, son las coordenadas entre las que se mueve la historia que nos propone Jorge Echeverri. Entre ellas son innumerables las posibilidades del amor (y la vida) en crisis que nos propone el director. Aún así, por separadas que estén estas coordenadas, no parece que haya escapatoria. De ahí que ésta sea una de esas películas de las que se sale emocionado y abatido, porque nos toca, porque nos deja pensando en Lisa y en la vida mucho después de haberse terminado, por ese dolor del malamor y por esas bellas y poderosas imágenes.

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