Aberraciones de un cinéfilo

Por Oswaldo OsorioImage

Un cinéfilo tan ostentosamente apasionado como Andrés Caicedo no se ha vuelvo a ver en Colombia. Su amor por el cine se manifestó en casi todos los frentes posibles: como crítico, teórico, cronista, literato, cineclubista, espectador, guionista y, con escasísima fortuna, realizador. El libro Ojo al cine recoge -exceptuando los dos últimos- sus experiencias en estos campos, gracias a un laborioso y no menos apasionado trabajo de compilación realizado por Luis Ospina y Sandro Romero Rey, dos amigos de su época de vivo y cinéfilo.

Andrés Caicedo fue tan compulsivo para escribir como para ver cine (sus amigos le decían Pepito Metralla porque ni siquiera en las fiestas dejaba de hacer sonar su máquina). Por eso en este libro se revela, incluso más que en su obra literaria, su personalidad, sus ideas y su manejo de las palabras, porque todo su trabajo pasó por el filtro del cine. Aunque todos estos textos que lo componen son de diversa naturaleza, desde fragmentarios y personalísimos diarios hasta entrevistas, permanece lo que podría llamarse el espíritu y el estilo caicedianos, permanece también ese afán, tanto por la creación constante e ilimitada, como por el dominio de la técnica y la estructura del filme. De ahí que sus textos casi siempre tengan la gracia y originalidad de una obra de ficción, la cual no prescinde de obsesiones y gustos privados, pero combinada con el rigor y la erudición que exige el ensayo  o la crítica seria.

A pesar de este rigor, sus textos no son de manera alguna densos o complicados. Si se logra asimilar o pasar por alto la, a veces, excesiva información y mención de tantos títulos y nombres, se podrá ver que abordaba, tanto películas como temas, con desenfado y simpleza, sin dejar de lado por eso su lucidez y conocimientos cinematográficos. Estas características de sus textos (en especial de las críticas, que conforman el grupo más voluminoso del libro) tienen su origen en la concepción que tenía de la crítica de cine, a la cual se refería en estos términos: “La crítica es para mí un intento de desarmar, por medio de la razón (no importa cuán disparatada sea), la magia que supone la proyección. (...) Siempre, de la crítica, me ha gustado lo insólito, lo audaz, lo irreverente, lo maleducado. Para esto sería bueno encontrar un método que universalice lo personal. Cada gusto es una aberración.”

De la teoría a la ficción

El volumen de poco más de quinientas páginas está dividido en seis partes, que van desde una primera titulada La política de autor, que son unos pocos buenos textos en los que Caicedo teoriza y reflexiona sobre el cine; hasta Memorias de una cinesífilis, conformada por los diarios y ficciones, que es donde más vemos al cinéfilo, literato y hombrecito atribulado. Es en esta última parte donde se encuentran, entre otros, dos de sus ya célebres relatos de cine: Destinitos fatales y El espectador; y con ellos Entrevista a una comedora de cine, una excusa más para hacer sus confesiones más íntimas y triviales sobre el cine; así como Diario de un viaje a Nueva York, un turbador texto donde ya evidencia su desasosiego existencial, y en el que da cuenta del viaje en el que  busca a Roger Corman para mostrarle un guión suyo, en el que acude a una cita que le concediera el Cinéfilo Mayor y ve por primera vez El ciudadano Kane.

En medio de estos dos capítulos, hay otros cuatro: El cine del diario, donde están condensados sus artículos de prensa, producto de colaboraciones en El Occidente, El País, El Pueblo y el Magazín Dominical de El Espectador, artículos cortos donde habla de películas a manera de guía para el espectador; El cine de los sábados, un capítulo que reproduce textos publicados entre 1969 y 1977 en los boletines del Cine Club de Cali, fundado por él y a veces para él, porque, como decía, “para eso se tiene también un cine club, para ver lo que uno no ha podido ver...”; claro que para eso también tuvo una revista, Ojo al cine, para escribir lo que no había podido escribir, aunque también tuvo la oportunidad de publicar sus textos en Vivencias y en la peruana Hablemos de cine, textos que se encuentran en el capítulo Re-vistas y que son mucho más extensos y ambiciosos en sus reflexiones y manejo de información; y por último, el capítulo titulado Profesión: Reporter, conformado básicamente por crónicas sobre el Festival de Cine de Cartagena (de 1974 a 1976) y por un ramillete de entrevistas donde se nos revela una desconocida faceta suya y entre las que se destacan las realizadas a Sergio Leone y a la diva del cine de horror, Barbara Steele: no son entrevistas sino como conversaciones de amigos que no se conocen y que tienen en común su amor y conocimiento  del cine.

Crítica estética y moral

A pesar de sus simpatías e inclinaciones políticas, que fueron las mismas de la mayoría de los intelectuales de los años sesenta y setenta, no juzgaba las películas desde la ideología o la política. Nunca partió de criterios como la conciencia de clase o el compromiso social de un filme, a la manera de muchos críticos de entonces, sino que prefería hablar en términos de moral, de su posición personal como crítico ante una obra y de sus conocimientos sobre el arte del cine y su mundo. Tampoco tenía ningún prejuicio para alabar las virtudes cinematográficas de películas que consideraba reaccionarias, y viceversa. Porque Andrés Caicedo tenía muy claros sus conceptos sobre el cine y la crítica, por eso no temía desafiar las verdades por todos reconocidas sobre un tema o una película con juicios o teorías que defendía con apasionamiento y fundamentos, como cuando hacía la distinción entre películas bien hechas pero malas (como casi todas las de Hollywood) y las buenas por lo bien hechas; así como cuando reivindicaba las llamadas películas imperfectas pero vivas en su esencia; o cuando decía que la operación renovadora de las nuevas olas se había saldado con un fracaso estrepitoso; o cuando dividía en tres categorías a los espectadores: el medio, el intelectual y el lumpen.

Este cinéfilo, que decía no pertenecer a ninguna esfera local de la burocratización cinematográfica, aspiraba a ver todo el cine que era digno de verse (estaba seguro de que era posible porque el cine era un arte joven) y contaba por docenas la veces que se había repetido una película, porque el cine para él lo era casi todo, y no es demasiado atrevido afirmar que lo mantuvo vivo mucho tiempo, que le salvaba la vida constantemente, porque cuando no veía o no hablaba de cine se transformaba. Eso se evidencia en muchos de estos textos de “prosa feliz, entusiasta y perturbadora”, como la describen los compiladores, y en infinidad de frases desperdigadas en ellos; un  buen ejemplo, y que de paso sirve de colofón para terminar esta reseña, es aquella en la que decía: “Acabo de salir de cine y contemplo con horror la noche que me habita dentro.”

Ojo al cine. Andrés Caicedo. Sandro Romero Rey y Luis Ospina, compiladores. Santa Fe de Bogotá: Editorial Norma S.A., 1999. 533 p.

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