Un  spic  en Nueva York

Por Oswaldo Osorio

Un capítulo más en la desteñida historia del cine colombiano y todavía nos vemos obligados a utilizar aquel condescendiente parámetro de juicio que justifica cualquier producción nacional porque “al menos se realizó”. A pesar de esto, la película El Séptimo Cielo (1999), del otrora joven actor colombiano Juan Fisher, no es tampoco un desastre, como tantos otros que hemos tenido que padecer por culpa de nuestro cine, pero en términos generales, resulta una película demasiado poco convincente, aunque también con algunos buenos momentos que parecen insinuar la presencia de un director con estilo e intención (y con futuro).

Guardando las distancias financieras, estilísticas y de género, El Séptimo Cielo es El mariachi (1991) colombiano: Lo que en el chicano Robert Rodríguez fue una novedosa y frenética película de acción, realizada con siete mil dólares y exitosa mundialmente, en Juan Fisher fue un drama de 71 mil dólares, con resonancias sociales y un limitado e incierto futuro comercial. Su historia se desarrolla en Nueva York (distinto al Nueva York de Woody Allen, al de Spike Lee o al de Martin Scorsese) y se centra en Joselito, un colombiano con nombre de español e interpretado, precisamente, por un actor español, Roberto de la Peña. Joselito, expulsado de la marina y con problemas de alcoholismo, regresa a su barrio, donde es recibido cálidamente por su familia y fríamente por su antigua novia, una dominicana que se ha casado para obtener su nacionalización, aunque tenga que pagarla quitándose la ropa cada noche en “El Séptimo Cielo”, un bar de mala muerte (y lleno de latinos).

Las tribulaciones de Joselito

Cuando a Joselito se le pierden los ahorros de su hermano, se disparan una serie de acontecimientos, casi todos ellos adversos y trágicos, que constituirán la trama de la película y la excusa para hablarnos un poco de la vida de los colombianos en “el país de las oportunidades”. Como al mariachi de Rodríguez, al yupi de Scorsese en Después de las horas (1985) o a tantos otros personajes de películas inscritas dentro de esta ya conocida estructura argumental, a Joselito le ocurre de todo: el asunto del dinero, los problemas con su ex-novia, se ve envuelto en un asesinato, es acosado por dos policías y por el hermano del muerto, otro hombre le declara su amor, en fin, toda una serie de situaciones, justificadas o no, como para hacerla una historia interesante e intensa.

Sin embargo (y ésta es la mayor de las tragedias de la película), a todo este material le falta fuerza dramática, aunque no tanto narrativa. A pesar de su guión sencillo y lineal y de su narración casi siempre con buen ritmo, El Séptimo Cielo tiene (o le falta) algo que no le permite enganchar al espectador. Hay una cierta concepción de las situaciones, hay un personaje bien perfilado, hay una adecuada creación de ambientes, pero todo muy tibio, con unos planteamientos muy tímidos y a la larga resulta poco reveladora. Tal vez ese “no sé qué” definitivo sean los personajes secundarios y sus respectivas interpretaciones, que casi siempre se antojan, en algunos casos, débiles (la familia) o gratuitos (el amigo gay y los policías); y en otros, inconsistentes y ambiguos, como el de la “estriptisera” dominicana.

Joselito Fatalidad

Pero como ya decía, la película tampoco es un desastre por completo, pues a pesar de todo, su historia y personaje central tienen cierta capacidad para llamar la atención, para no permitir que eventualmente nos echemos un sueñito en la butaca. Porque así como hay algo que no convence, hay otro “algo” que atrae y seduce. Tal vez sea esa atmósfera que recrea, ese ambiente pesado y de zozobra, que a veces nos inquieta porque no podemos evitar preocuparnos por la suerte de aquel “compatriota”. También Joselito carga consigo ese mal ambiente, y solidarizados comprendemos, con lástima y resentimiento, su condición de perdedor, su desesperante cadena de infortunios. Con esto Juan Fisher, quien también escribió el guión, se acercó un poco a esa suerte de poesía inherente a la fatalidad. Joselito Fatalidad, se debió llamar, porque a la trágica fuerza de las circunstancias se suma su condición de spic, de ciudadano de segunda por ser extranjero pobre de país pobre.

De esta situación social de Joselito Fatalidad se desprende otro aspecto tímidamente planteado y fuertemente insinuado por la película: la condición de la mayoría de los colombianos (y por añadidura de todos los latinos) en el país del norte. Sólo pueden ser contratados para limpiar, y mientras más limpian el mundo de los gringos, más se ensucian ellos. Para muchos sólo es posible tener una dignidad a medias: la ex-novia vende su cuerpo a miradas lascivas, la madre se revienta el cuerpo aseando apartamentos, Joselito Fatalidad barre y lava sanitarios y en sus tiempos libres es sospechoso de narcotráfico y hostigado por otros latinos.

Películas como ésta causan sentimientos encontrados: complace saber que hay quienes están todavía dispuestos a gastar sus ahorros para contar historias de celuloide y desconcierta ver que las ganas y las buenas intenciones no son suficientes para lograr los mejores resultados. Y no es sólo cuestión de medios, pues a pesar de que en el filme se evidencia la precariedad de recursos (fue rodado en 16 mm y luego inflado a 35mm, además de otras limitaciones en el rodaje), no se justifican todos sus problemas de puesta en escena y su débil fuerza dramática. También hay quienes arguyen que se trata de su primer largometraje, pero que le pregunten a Tarantino cómo fue su primera película o, para quienes les parece una injusticia la nivelación por lo alto, en Colombia también hay varios casos de excelentes operas primas, sólo es darle una nueva mirada a Confesión a Laura(1992), de Jaime Osorio o a  La gente de La Universal (1993), de Felipe Aljure.

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