La promesa de una nueva era

Por: Oswaldo Osorio

Así como Eric Hobsbawm afirma que el siglo XX terminó con la caída del muro de Berlín y no con la llegada del año dos mil, se podría decir que para el cine colombiano el tercer milenio comenzó con el estreno de Rodrigo D. Porque la historia es un asunto de procesos, no de fechas. Aunque es preciso aclarar que no es que el corte tenga que hacerse necesariamente con esta película de Víctor Gaviria, pero sí debe hacerse en la transición entre las décadas del ochenta y noventa, y el estreno, en 1990, de tan significativa película, es un apropiado referente como punto de partida de lo que a continuación se propondrá como el fin de una era y el principio de otra en el cine nacional.

La vieja era fue la de FOCINE (la entidad gubernamental encargada del fomento al cine), con todas sus corruptelas y clientelismos, con el imperdonable desperdicio de recursos y talento haciendo películas que el público jamás vería, ya por negligencia en el proceso de promoción y distribución o por la censura, aplicada por la misma entidad o con su aprobación. Fue también el periodo de la conjunción de una prometedora generación de directores que, sin embargo, habían obtenido su formación cinematográfica empíricamente, mediante el costoso método de ensayo y error. Por esa misma razón, fue una época en que el cine del país tenía una factura en muchas ocasiones ininteligible, sonora y visualmente, y que, además, cargaba con el lastre de una mayor tradición literaria antes que cinematográfica, lo cual se reflejaba en uno de los grandes males de nuestro cine: la construcción del guión.

Pero en esa transición entre décadas se da una serie de acontecimientos y situaciones que permiten hablar de un cambio sustancial en la historia del cine del país. La primera de ellas es el fin de FOCINE (liquidada en 1993, pero casi inoperante desde hacía ya varios años); también el paso visible de la preponderancia de un cine rural, en sus temáticas, hacia un cine urbano; el surgimiento de una generación de directores formados en el exterior (Felipe Aljure, Jorge Echeverri, Harold Trompetero, Raúl García, etc.), así como de las primeras escuelas y facultades de cine en el país; el estreno de una sucesión de películas que se convierten en hitos cinematográficos en un país que no estaba acostumbrado a tenerlos (Rodrigo D, Confesión a Laura, La estrategia del caracol y La gente de La Universal); y por último, la accesibilidad del video que posibilitaba crear productos con buena factura, ya para los realizadores jóvenes que pudieron hacer escuela gracias a este medio tecnológico, o para los veteranos, a quienes les permitió tener una continuidad entre sus distanciados trabajos en cine.

Una década pobre

Muy a pesar de esto, el primer lustro de los años noventa fue uno de los más pobres del cine colombiano en décadas, pues no se alcanza a contar ni una decena de largometrajes. Aún así, entre ellos están esas cuatro películas hitos que, cada una a su manera, le empezaron a devolver la fe al cine nacional: La participación de la cinta de Gaviria en la selección oficial del Festival de Cannes y la revelación de una forma de hacer cine que ha hecho escuela en el país; Confesión a Laura (Jaime Osorio, 1991), por su parte, da cuenta de una madurez cinematográfica inédita en Colombia; La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), se convierte en un fenómeno popular que consiguió un record de asistencia aún no superado y gracias al cual los productores e inversionistas se interesaron de nuevo en la industria de cine; y por último, La gente de La Universal(Felipe Aljure, 1995), también recibida generosamente por la taquilla, pero sobre todo, que supuso una propuesta estética que asumía unos riesgos nunca antes vistos en nuestra cinematografía.

De la pobreza en la producción durante esa última década del siglo –dos películas por año en promedio–, se pueden destacar tres iniciativas. La primera, es el intento de Ciro Durán, por parte de Colombia, de hacer viable la rentabilidad de la industria a través de la coproducción, en este caso aprovechando el acuerdo del G-3 entre Colombia, México y Venezuela. Así fue como se pudieron realizar las películas Bésame mucho (Phillippe Toledano, 1995), La nave de los sueños (Ciro Durán, 1996), Rizo (Julio Sosa, 1999), La toma de la Embajada(Ciro Durán, 2000) y Juegos bajo la luna (Mauricio Walerstein, 2002). Ya antes Durán había realizado, también en coproducción, pero esta vez con Estados Unidos, Nieve Tropical (1993). Este grupo de películas no tuvieron buena aceptación, aunque contaba con la ventaja de la distribución en los tres países del convenio. Pero el balance en tanto la calidad cinematográfica es más bien infortunado, sobresaliendo solo las tres películas dirigidas por el director colombiano.

La otra iniciativa destacable en esta década es el intento de Sergio Cabrera por darle continuidad a su obra aprovechando el enorme éxito de La estrategia del caracol. Es así como puede realizar tres películas antes de que termine ese decenio: Á guilas no Cazan Moscas (1994),Ilona Llega con la Lluvia (1996) yGolpe de Estadio (1998). Su recibimiento por parte del público y la crítica fue tan irregular como el nivel de ellas mismas.

La tercera iniciativa es el comienzo de una experiencia que se convertiría, en la década siguiente, en el fenómeno industrial más importante del cine nacional. Se trata de los primeros filmes de Dago García, un exitoso libretista de televisión que incursionó en el cine, como guionista y productor, tratando de hacer películas que tomaban riesgos y no pensaban mucho en las concesiones al espectador: La mujer del piso alto (1996), Posición Viciada (1996)y Es Mejor Ser Rico Que Pobre (2000)las tres dirigidas por Ricardo Coral-Dorado. Pero el público les dio la espalda y este productor haría las correcciones necesarias para ganarse la atención de la masa y lo consiguió concentrando sus historias en el humor y su concepción de lo que se supone es la clase media y la cultura popular. A partir de La Pena Máxima (Jorge Echeverri, 2001) García encuentra la fórmula que, como un rito, ha aplicado cada año desde entonces, y el público lo ha premiado con una generosa taquilla, no importa que sea sólo cine de consumo soportado en unas débiles y reiterativas estructuras.

El apoyo estatal

En 1997, con el fin de cumplir funciones similares a las de FOCINE, son creadas la Dirección de Cinematografía, adscrita al Ministerio de Cultura, y Proimágenes en Movimiento, con carácter de entidad autónoma. Ambas instituciones son las responsables de sacar adelante la aprobación de la Ley de Cine en el año 2003, gracias a la cual será posible una reactivación de la cinematografía del país. Pero lo más importante es que la forma en que fueron concebidas permitió una mayor eficacia y transparencia en el uso y asignación de recursos. Los seis mil millones de pesos que, en promedio, desde la puesta en vigor de la ley están disponibles para el cine nacional, han sido distribuidos en las distintas etapas de producción y para toda la diversidad de categorías del quehacer cinematográfico, destinando siempre la mayor inversión para los largometrajes.

Es por eso que en la transición del nuevo siglo el cine en Colombia pudo ver las señales de un prometedor futuro. Aún sin los beneficios de la Ley de Cine, el apoyo estatal le dio el empujón final a una serie de películas que padecían el largo y penoso proceso típico de toda producción colombiana. Gaviria estrena La vendedora de rosas (1998), que se convierte en un nuevo hito del cine nacional, mientras que en los primeros dos años del siglo se logra estrenar una docena de películas. De esta época se destacan las cintas de tres directores veteranos, Soplo de vida (Luis Ospina, 2000), Los Niños Invisibles (Lisandro Duque, 2001) y Bolívar soy yo (Jorge Alí Triana, 2002); además de las óperas primas de Harold Trompetero (Diástole y sístole, 2000), Raúl García (Kalibre 35, 2000), Rodrigo Triana (Como el gato y el ratón, 2002), Luis Alberto Restrepo (La primera noche, 2003) y el segundo filme de Jorge Echeverri (Terminal, 2001), que es más bien su primera obra, porque la anterior fue un encargo.

Estos primeros años de la década también se vieron beneficiados por tres coproducciones: La Vírgen de los Sicarios (Barbet Schroeder (2000), María llena eres de gracia (Joshua Marston, 2004) y Rosario tijeras (Emilio Maillé, 2005), dirigidas por extranjeros, por lo que obtuvieron gran publicidad en el exterior y popularidad en Colombia, sobre todo por sus temáticas relacionadas con los conflictos y la violencia del país, lo cual empezó a causar cierto malestar entre un sector del público. Son tres películas que dieron la idea de que el cine colombiano explotaba su realidad con fines comerciales, pero es un argumento que se puede rebatir fácilmente con la pobre taquilla de la mayoría de estas películas que después se hicieron sobre estos temas, así como se puede refutar que no son tan preponderantes entre el grueso de la producción nacional, pero sobre todo, es un argumento que no tiene en cuenta que son películas que responden a unos procesos históricos que había vivido el país y que el cine se vio en la necesidad de reflejar y reflexionar sobre ellos con la seriedad y solidez que lo hicieron películas como El rey (Antonio Dorado, 2004), Sumas y restas (Víctor Gaviria, 2005), La sombra del caminante (Ciro Guerra, 2005), Satanás (Andrés Baiz, 2006), Apocalípsur (Javier Mejía, 2006), Yo soy otro (Óscar Campo, 2008), PVC-1 ( Spiros Stathoulopoulos, 2008), La pasión de Gabriel (Luis Alberto Restrepo, 2009), entre otras.

A partir del año 2005 se empiezan a ver los primeros resultados de los recursos de la Ley de Cine. Es el inicio de lo que muchos han dado por llamar un “boom” o incluso se habla de un “nuevo cine colombiano”. Pero dados los antecedentes sobre la facilidad con que se ha declarado una y otra vez el nacimiento del cine nacional, es mejor hablar cautelosamente de una dinamización en la producción nacional, que no en la industria, pues para eso hacen falta más Dagos García y más taquillazos como el de Soñar no cuesta nada (Rodrigo Triana, 2006).

Pero, efectivamente, en los últimos años el cine nacional ha experimentado un dinamismo y vitalidad que convierte a éste en su mejor momento y con la promesa de cualificarse aún más por distintas razones: la profesionalización que han ganado los realizadores en todas las áreas de la creación, gracias a la mayor continuidad en su trabajo; el aumento del número de producciones anuales (diez en promedio en los últimos años); la gran riqueza y calidad que experimentan el cortometraje y el documental, que necesitarían otro texto de igual extensión para dar cuenta de ellos; la conjunción de varias generaciones de realizadores que le dan una saludable diversidad el cine nacional; la paulatina recuperación, para las películas colombianas, de su propio público, lo cual va de la mano de los procesos de formación de públicos que se han multiplicado en la última década por vía, principalmente, de los cine clubes y de la sorprendente cantidad de muestras y festivales de cine (64 en todo el país). Son muchos aspectos que permiten tener un optimismo respecto al futuro de nuestro cine, también son muchos los que tienen que mejorar, pero el caso es que en esta era “después de Rodigo D”, ya se puede hablar de una cinematografía nacional con identidad, factura y que está progresando significativamente en su calidad.

 

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