Una historia de exclusión* 

Por: Oswaldo Osorio

*Ponencia I Foro Iberoamericano de Cine de Bogotá (junio de 2009)

Es muy común hablar de Colombia como un “crisol de razas”, un territorio donde, en parte por su ubicación geográfica, históricamente confluyeron los tres principales grupos étnicos de América Latina, esto es, blanco, negro e indígena. Pero a diferencia de la mayoría de países de la región, en Colombia no predomina ninguno de los tres, sino más bien su mezcla. También es común hablar del cine como un espejo de la realidad, pero en este país su propia imagen tardó demasiado en reflejarse en la pantalla, tanto como media vida del cine, y con la imagen de sus grupos étnicos esa tardanza no sólo ha sido mayor, sino que su presencia ha sido ínfima en el largometraje de ficción y sólo un poco reivindicada por el documental. La mirada al cine colombiano sobre indios, negros e incluso al grueso de su población, los mestizos, es una historia de exclusión, no sólo cuantitativamente sino también, cuando lo hace, en su manera de abordar el tema.  

Aunque la producción en el país comenzó desde muy temprano, no se puede decir que el cine colombiano ha tenido una feliz historia, sino que ha sido un proceso interrumpido cíclicamente, que en principio sólo podía preocuparse de la realización de películas para iniciar una industria, la cual aún hoy, casi un siglo después, no alcanza a despegar. Una primera característica que automáticamente alejó a esta cinematografía de cualquier acercamiento con consideraciones de representar la diversidad étnica del país, fue la presencia de extranjeros como la base más importante del grupo de pioneros del cine. Desde la llegada desde Italia en 1910 de los primeros en crear una empresa de cine en Colombia, los hermanos Francisco y Vincenzo Di doménico, el protagonismo de los extranjeros fue determinante durante varias décadas.

La primera película de ficción, María(1922), fue dirigida por los españoles Máximo Calvo Olmedo y Alfredo del Diestro, además, en ella actuaron otros extranjeros, incluyendo al mismo Alfredo del Diestro. De manera que el puñado de películas que se hicieron durante la década del veinte en Colombia, estaba poblado por caras extranjeras, cosa que se acentuaba con las actrices principales, pues la sociedad colombiana aún no veía con buenos ojos que sus hijas participaran de este dudoso espectáculo, por lo que las divas del cine silente tuvieron nombres como Mara Meba, Isabel Von Walden o Maga Dalla, todas ellas extranjeras o hijas de extranjeros.

Y junto con ellos, dadas las exigencias financieras del cine, las producciones siempre fueron asumidas por entusiastas que contaban con suficientes recursos, cuando no por la élite misma de una ciudad, como sucedió con Bajo el cielo antioqueño (1925), donde los miembros de la alta sociedad de Medellín fueron los protagonistas de una historia que se parecía mucho a su propia vida de buenos burgueses citadinos que llevaban todos ellos.

De manera que en estas primeras películas no había cabida para historias de indios, negros o mestizos. A lo sumo aparecían como figurantes haciendo de sirvientes, campesinos o mendigos, cuando no era que se llegaba a extremos absurdos, como en la película acabada de citar, donde el personaje negro de un niño de la calle fue interpretado por un blanco pintado, a la usanza del segregacionista cine estadounidense, pues ya el cine de ese país tenía una importante presencia en la exhibición nacional.

Y es que casi todos estos filmes de la época en el país giraban en torno a las clases medias o altas de las ciudades o de las grandes haciendas, y los argumentos eran dramas sentimentales y/o costumbristas sacados de la literatura decimonónica. Y cuando había una historia de las clases bajas o campesinas, sus protagonistas siempre eran blancos y bellos, descritos además por una idealización de la “raza campesina” y sus buenas costumbres.

En la década de los treinta, salvo noticiarios, no se realizó ninguna película en el país, y en el decenio siguiente se repitió la misma lógica de los primeros filmes, es decir, aún había una importante presencia de extranjeros, como el grupo chileno de teatro Álvarez-Sierra, y se seguían contando dramas costumbristas, pero ahora con la música como el componente principal de las películas. Incluso es muy significativo que uno de los directores de la primera película colombiana, el español Máximo Calvo Olmedo, haya sido también el director de la primera película sonora, Flores del valle, realizada catorce años después de la aparición del cine parlante.

Este otro ramillete de películas, apenas una decena en los siguientes quince años, por su temática eminentemente folclorista, que le permitía explotar el “nuevo” recurso del sonido con la música, en gran medida fueron producciones que tenían como protagonistas a campesinos, quienes, cuando no hacían parte de familias terratenientes con grandes haciendas, eran campesinos blancos, a pesar de que la mayoría de estas historias se ubicaban en la región cundiboyacense, donde predomina la población indígena y mestiza en las zonas rurales.

El cine de los Acevedo

Uno de los capítulos más importantes de la historia del cine colombiano fue justamente ese largo periodo, luego de la invención del cine sonoro, cuando no se hizo cine de ficción en el país. Es este tipo de cine (el largometraje de ficción) con el que generalmente se escribe la historia de una cinematografía nacional, además de una mención más bien marginal del documental. Pero el cine que no era un acontecimiento, ése que registraba al país real en su cotidiano devenir, es decir, el cine de los noticiarios, sólo mucho después entró a hacer parte de esta historia. En Colombia ese cine tiene nombre, el cine de los Acevedo, una empresa familiar conformada por Arturo Acevedo Vallarino y sus dos hijos Álvaro y Gonzalo Acevedo Bernal, quienes desde 1920 hasta mediados de la década del cincuenta, registraron el acontecer del país con sus cámaras para los noticiarios que regularmente se presentaban en las salas.

“La riqueza de las imágenes captadas por los cinematografistas [Acevedo] reside en que su concepción es el resultado de una visión particular del país durante las sensibles transformaciones que caracterizaron la década del treinta y el cuarenta.”[1] Esta frase, extraída de un libro dedicado al cine de los Acevedo, resume el concepto que la historia del cine nacional tiene de la obra de estos pioneros, es decir, que su obra es un acervo de gran valor para conocer la historia y cultura del país. Sin embargo, bajo la perspectiva del tema de que se ocupa este texto, tal visión del país resulta claramente sesgada y excluyente. Durante los 35 años que los Acevedo filmaron la vida y el acontecer nacional, se circunscribieron a tópicos como actos sociales, inauguraciones de obras civiles, corridas de toros, justas deportivas, reinados, discursos políticos y eventos diplomáticos. La historia oficial de Colombia durante la década del treinta, por ejemplo, se podría contar de forma bastante completa a partir del legado de los Acevedo, pero su historia de diversidad cultural, salvo por algunos carnavales de Barranquilla, definitivamente no.

Porque en este importante testimonio documental del país no está la otra Colombia, la mestiza, multiétnica y mayoritaria. El país que el público colombiano vio durante este periodo en las salas de cine antes del largometraje principal, era un país eminentemente blanco, o a lo sumo “mestizo claro” que se consideraba a sí mismo blanco, y con los problemas económicos solucionados en mayor o menor medida, así como un país urbano, institucional y centralista (porque la mayor parte de las imágenes son de la capital de la nación). Esta visión tiene mucho que ver con la condición de las etnias excluidas en el territorio nacional, que no sólo se presentaba entonces, sino aun en la actualidad luego de que una reforma constitucional, efectuada en 1991, reconociera y le diera participación política tanto a grupos indígenas como de negritudes:

Pese al reconocimiento de la multietnicidad, Colombia es un país que registra los mayores índices de pobreza en comunidades negras e indígenas. Sin embargo, no existe la conciencia de que esto constituye un hecho de discriminación racial porque, como dice el líder afrocolombiano, Juan de Dios Mosquera, la discriminación racial entre los colombianos tiene una forma concreta, objetiva, y otra ideológica, subjetiva. La primera la practican el Estado y las clases dirigentes al mantener, desde la abolición de la esclavitud hasta hoy, a las comunidades negras e indígenas en condiciones de aislamiento territorial, atraso y desigualdad de oportunidades en todos los niveles (...) La segunda, cuando en la conciencia social de los colombianos persiste el prejuicio racista, el racismo verbal contra negros e indígenas, demostrable en estereotipos y expresiones lingüísticas que denigran e inferiorizan su igualdad y dignidad humana. [2]

 

De manera que si bien en Colombia la presencia de la población blanca es importante, definitivamente es una minoría frente a la gran diversidad étnica del país, donde según el DANE (Departamento Nacional de Estadística), de los 45 millones de habitantes que tiene Colombia casi el treinta por ciento pertenece a un grupo étnico definido: En cifras aproximadas, son diez millones de negros, un millón de indígenas, 25 mil raizales (que en realidad es población negra con una cultura propia que habita el archipiélago de San Andrés) y 8 mil gitanos.[3] De lo que no hablan las estadísticas es del porcentaje de la población mestiza, con todo su amplio rango de posibilidades, aunque se sabe que es el grupo mayoritario en Colombia, sólo habría qué ver, por tomar un referente significativo, las delegaciones colombianas en los grandes encuentros deportivos.

El país real en las pantallas

A pesar de este panorama, ya sea por la discriminación racial de que habla Mosquera o porque la minoría blanca ha sido la población históricamente dominante política y económicamente (lo cual sería la causa directa de esa discriminación), la representación del ciudadano colombiano que ha prevalecido en las imágenes del cine nacional es la del blanco o el mestizo con rasgos blancos. Pero esto empezó a cambiar un poco desde finales de la década del cincuenta, cuando el cine colombiano entró en una nueva etapa en la que las producciones abandonaron la imaginería y los discursos foráneos como base de sus historias y personajes. Ahora los realizadores le dieron la cara al país real y empezaron a ver en él lo que podían contar y mostrar en sus películas. Los problemas sociales y políticos, que generalmente eran padecidos por esa población que antes había sido excluida de las pantallas, fueron la nueva cantera que el cine explotó para crear sus historias. Entonces esa población ahora iba a tener la oportunidad de verse reflejada a través del cine. 

Eso es lo que en teoría debió de suceder, porque en la práctica, si bien las películas efectivamente estaban hechas con el país real, su cotidianidad, personajes y problemáticas, los actores que encarnaron esas historias en su mayoría no eran representativos de los grupos étnicos que constituían ese país real. Empezaron a tener una mayor presencia, pero no la que era consecuente que tuvieran. Así por ejemplo, la primera película que verdaderamente se preocupó por mostrar lo que podría llamarse la “Colombia profunda”, no la blanqueada ni la de los avisos publicitarios, fue El milagro de la sal(1958), del mexicano Luis Moya (otro extranjero marcando un hito en el cine colombiano... y no sería el último). La cinta es un drama social y sentimental sobre los trabajadores de las minas de sal. Se trata de una película “que tenía una ambientación lógica y realista y una identidad claramente colombiana. Es la primera vez que se busca esta identidad no en el folclorismo y en el recurso nacionalista fácil, sino en el esfuerzo por captar una realidad y su contexto.”[4] A pesar del nuevo espíritu que se imponía en esta película, sus actores principales seguían siendo muy distintos a los verdaderos obreros de las minas de sal de Cundinamarca, que en su mayoría son indios y mestizos.

Sin embargo, por influencia directa del neorrealismo italiano y en sintonía con el Nuevo Cine Latinoamericano (un movimiento proclive a reflejar la realidad social y política de la región, así como a luchar por la identidad y los derechos de la población marginal de América Latina), durante la década del sesenta el cine colombiano tuvo una serie de producciones que siguieron la línea de El milagro de la sal, películas que buscan en el drama social la identidad del país y de su cinematografía. Para conseguir esto, muchos realizadores, aunque ciertamente no la mayoría, se desprendieron de ese criterio que hasta entonces había imperado a la hora elegir a los actores, esto es, el de privilegiar actores y actrices bien parecidos y sin rasgos muy marcados hacia un grupo étnico. Estos directores tenían la voluntad de preferir para que interpretaran a estos colombianos “reales”, a unos actores con una fisonomía más consecuente con la realidad y el país que intentaban retratar.

De hecho, la actriz que podría considerarse la diva del cine de los años sesenta y parte de los setenta, Lyda Zamora, era una hermosa y sensual mestiza. Esta actriz participó, entre otras, en películas como Chambú(Alejandro Kerk, 1961), una historia sobre los trabajadores de una cantera de piedras; también en Tres cuentos colombianos-La sequía (Julio Luzardo, 1963), sobre una familia campesina que termina comiéndose al perro ante la falta de provisiones; y protagonizó Cada voz lleva su angustia (Julio Bracho, 1965), también un relato sobre las penurias de los campesinos en el que esta actriz “actúa bien y le saca partido a su belleza india inconfundible.”[5]

Aunque Lyda Zamora no sólo era buscada para este tipo de roles, también participó en comedias ligeras y cine de género, pero definitivamente fue la primera actriz-personaje que rompió sistemáticamente con la exclusión del país mestizo que había hasta entonces en el cine colombiano, y en adelante esta situación sería cada vez más común en las películas del país, aunque la participación de actores y actrices con ciertas características raciales no necesariamente implicaba que representaran a su grupo étnico.

A pesar de que no fue muy extensa la filmografía colombiana de la década del sesenta (35 largometrajes), buena parte de esas películas pertenecieron a la mencionada tendencia del cine de la época, la realista y preocupada por la identidad. Cabe destacar de ese periodo a dos directores que tuvieron por esto una gran influencia en las futuras generaciones de cineastas, ellos son Julio Luzardo y el español José María Arzuaga. Películas como Raíces de piedra (1961) y Pasado el meridiano (1967), de Arzuaga; y Tres cuentos colombianos(sólo dos de ellos) y El río de las tumbas(1964), de Luzardo, insistieron en retratar al colombiano, ya fuera campesino o citadino, con las características étnicas que dictaba el universo de esas historias que hablaban del país. Incluso es en uno de esos episodios de Tres cuentos colombianos, el que lleva por título La sarday dirigido por Luzardo, cuando por primera vez el cine nacional cuenta una historia sobre negros. Se trata de la confrontación de un pescador manco y su hijo, quienes pescan con dinamita, contra una comunidad negra que utiliza redes para el mismo fin.

Aunque en la película de Luzardo todavía la comunidad negra no carga con todo el protagonismo, sí aborda una problemática recurrente de situación en el país: la confrontación con otras comunidades, generalmente colonos blancos, a causa de la explotación de los recursos naturales, lo cual no pocas veces los ha llevado a desplazamientos o incluso el intento de exterminio. Pero poco después sí se hizo una película donde todo giraba en torno a la región con mayor población negra del país, el departamento del Chocó. Se trata de Tierra amarga(Roberto Ochoa C., 1965), una historia sobre los mineros, su difícil situación social y su relación con una compañía estadounidense que explotaba la extracción del oro. La película fue realizada con apoyo institucional y se estrenó en Quibdó, la capital del Chocó. Se trata de la primera y única película chocoana que se ha realizado, lo que significa que es la única historia eminentemente negra que se ha contado en el país. Y no está de más recordar que esta región es una de las más pobres y marginadas del país.

El indígena como animal exótico

Así que la década del sesenta deja un mejor balance en esa mirada a la Colombia excluida, y es necesario insistir en esta idea por el contraste que se va a dar con el próximo decenio, pues durante los siguientes años este cine comprometido con la realidad nacional desapareció por completo y el rumbo que tomó la producción en el país se fue hacia las antípodas, es decir, se empezó a realizar cine de género y co-producciones con otros países. Y es que la intención durante todo este periodo fue hacer rentable el cine y crear por fin una industria cinematográfica en Colombia. De manera que con estos intereses era improbable que el colombiano en su diversidad étnica fuera protagonista, por eso de nuevo las pantallas se poblaron de pieles de tonos claros y de extranjeros.

Es cierto que durante esta etapa se realizaron varias películas que tenían que ver con indígenas, pero salvo el documental Actividad del grupo indígena en Colombia (1976), realizado por Jairo Pinilla sobre la comunidad Emberá, la presencia indígena en esos filmes fue abordada de manera poco rigurosa, cuando no esquemática o sólo en función de otros fines, como por ejemplo, de recurso argumental al servicio de la trama principal. Así ocurrió en El taciturno(Jorge Gaitán Gómez, 1971), en la que “un misterioso y andariego pistolero enfrenta la hostilidad de indios y blancos.”[6]

También en estas películas sobre indígenas se llegó a hacer incluso lo que hasta entonces se había hecho con los mestizos, es decir, poner actores blancos para que los interpretaran, como si de un western de Hollywood se tratara, o al menos ésos en los que también pintaban a los blancos y los vestían de indios, pero en los primeros planos se podía ver los ojos verdes de los actores. El caso se dio en la producción alemana Amazonas para dos aventureros(Ernst Hofbauer, 1974), donde actrices colombianas se disfrazaron de indígenas para castigar a los intrusos con “extraños ritos y embates de salvaje coquetería.”[7] Esta película ya apuntaba a la dirección en que se iba a dirigir el tratamiento del indígena colombiano y su hábitat, esto es, el exotismo. 

Son películas con estas características: Amazonas: infierno y paraíso(Rómulo Delgado, 1980), un documental que sólo mira de pasada este territorio y sus habitantes; Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1981), un falso snuff[8] de producción italiana rodado en Amazonas y con indígenas colombianos; Kapax del Amazonas(Miguel Ángel Rincón, 1982), protagonizada por el único “superhéroe” que ha tenido Colombia, Kapax, una suerte de Tarzán criollo ambientalista, pero que, paradójicamente, en esta cinta termina rescatando a una bella antropóloga norteamericana y casándose con ella.

Marta Rodríguez y Jorge Silva

Durante este mismo periodo, la década del setenta en adelante, se inició y desarrolló la que es sin duda la obra cinematográfica más importante sobre la temática indígena que se haya hecho en Colombia. El término de obra no se refiere, por su puesto, a una sola película, sino a un todo un conjunto de filmes y luego trabajos en video, que con un interés honesto y comprometido, incluso con algunas piezas de gran valor estético e innovación narrativa, abordaron el tema de las comunidades indígenas en el país, entendiéndolas, explicándolas y, sobre todo, denunciando sistemáticamente los atropellos e injusticias de que son víctimas permanentemente sus comunidades en este país, no sólo por parte del estado y los colonos de distintas etnias, que los han confinado cada vez más en menos porción de tierras, sino también de los distintos grupos armados que asolan el territorio colombiano, desde la guerrilla, pasando por los paramilitares y el narcotráfico, hasta el mismo ejército.

Se trata de la obra documental de Marta Rodríguez y Jorge Silva, quienes desde 1967, cuando empezaron la producción del más emblemático documental, Chircales(1971), no cesaron en su compromiso con la población indígena, o en sus propias palabras, “dándole la voz a los que no la tienen”. Aunque Jorge Silva falleció en 1987, Marta Rodríguez le dio continuidad a esta significativa obra, que en los años setenta tuvo títulos como Planas, testimonio de un etnocidio(1971), sobre una matanza de indígenas en los llanos orientales por parte del ejército nacional, luego de que aquellos tuvieron un conflicto por tierras con colonos; Campesinos (1970 -1975), de nuevo la problemática sobre tenencia de tierras de los campesinos del departamento del Cauca, la mayoría de ellos indígenas; Nuestra Voz de Tierra, Memoria y Futuro (1974 – 1980), otro hito del cine y el documental colombiano, nuevamente sobre los indígenas del Cauca, esta vez acerca del proceso de recuperación territorial y cultural de los indios coconucos, cuyo valor destaca con elocuente contundencia el crítico Luis Alberto Álvarez:

El resultado es una película que penetra hondamente en la conciencia y hasta en el subconsciente indígena y analiza la realidad desde una perspectiva que, por primera vez, es realmente la suya (...) En una cinematografía en la que el indígena ha sido utilizado insulsa y bellacamente como tema de tediosos cortometrajes de sobreprecio[9], la película de estos dos realizadores colombianos es la única digna, la única que es posible tomar en serio, la única película indígena.[10]

 

Hay que destacar que la realización de cada película les tomaba varios años, lo cual es garantía de su compromiso y el profundo trabajo de investigación y comprensión de esas culturas. Con esta misma dinámica continuaron su misión cinematográfica con Amor, mujeres y flores (1984-1989), sobre las miles de mujeres amenazadas por los efectos de los pesticidas usados en los cultivos de flores; Memoria viva (Marta Rodríguez y Jorge Sanjinés, 1992 -1993), acerca de la tristemente célebre masacre de Caloto, Cauca, donde fueron asesinados veinte indios paeces a manos de policías encapuchados al servicio del narcotráfico; Amapola: La Flor Maldita (Marta Rodríguez y Lucas Silva, 1994-1998), que es el acompañamiento de los indios guambianos en su problemático contacto con los cultivos ilícitos y las consecuencias que traería para su comunidad; Los Hijos del Trueno (Marta Rodríguez y Lucas Silva, 1994-1998), acerca del conflicto cultural en que se ven los indios paeces por la confrontación entre sus tradiciones y los cultivos de amapola que se ven obligados a tener para sobrevivir.

Los últimos trabajos de Marta Rodríguez, que han sido codirigidos con Fernando Restrepo, reorientan su interés hacia las comunidades campesinas y negras del Chocó y la región de Urabá: Nunca más (1999 - 2001), Una casa sola se vence (2003-2004) y Soraya, amor no es olvido (2006). Estos son trabajos con la misma intensidad y metodología de los anteriores, que se centran en las principales problemáticas de estas comunidades, esto es, la violencia y el desplazamiento forzado.

Pero no se puede dejar de hablar de Marta Rodríguez sin mencionar que su compromiso con las comunidades que tanto conoce y ha defendido con su obra, ha ido más allá en los últimos años, pues al tiempo que hace sus documentales, se ha preocupado por enseñarle a estas comunidades su oficio a través de talleres y grupos de trabajo, para que ellos también utilicen el audiovisual como un instrumento para conocerse y defenderse. (…)

Otro importante acervo cinematográfico sobre las distintas culturas étnicas con que cuenta el país, es la serie de 76 documentales titulada Yuruparí, realizada entre 1982 y 1987 con dineros del Estado, mediante una productora de televisión para estos efectos llamada Audiovisuales. Aunque la serie fue hecha para ser emitida por televisión y en su gran mayoría son mediometrajes, es pertinente referirlo en esta historia porque se rodó con película de 16 milímetros, pero sobre todo, porque es el principal documento para dar cuenta de la diversidad étnica y cultural del país. Se trata de documentales de corte etnográfico y antropológico que “pretendían recuperar ese patrimonio que reconocía la presencia de arraigos españoles, indígenas y africanos en la cultura colombiana. Un exhaustivo proceso de investigación realizado por muchos avala esta tarea de recuperación de una riqueza cultural que desaparecía inexorablemente.”[11] Entre todo este material habría que mencionar El país de los Wayuu(Beatriz Barros y Fernando Vélez, 1985), así como Farnofelia currambera(1985) yCerro Nariz, la aldea proscrita(1985), ambos dirigidos por Jorge Ruiz Ardila y gloria Triana. 

Para mediados de la década del ochenta, como ocurrió con Marta Rodríguez, se acaba casi por completo el documental cinematográfico, pues la creciente accesibilidad del video se ofrecía como un formato más barato y versátil para este tipo de producciones. Es por eso que en los últimos veinte años sólo se puede reseñar la existencia de cuatro películas documentales que tienen relación con el tema tratado aquí. Las dos primeras son sobre comunidades indígenas concretas, su hábitat y modo de vida: Los Emberá(Roberto Triana Arenas, 1984) y Nukak maku: lo últimos nómades verdes(Carlos Rendón Zipagauta y Jean Christophe Lamy, 1993); la tercera, El ascensorista(Jorge Echeverri, 1994), es una película muy singular en relación con todas las citadas, pues se trata de un documental cuyo protagonista es un hombre negro de edad avanzada pero citadino, por lo que es mirado como un personaje cualquiera y no con la perspectiva racial; y la cuarta es Del palenque de San Basilio(Erwin Göggel, 2004), un retrato atento -y con una gran sensibilidad visual- de esta comunidad negra del Caribe colombiano, creado a partir de sus relaciones sociales y sus ritmos musicales. 

El destino final de estas producciones no fueron las salas de cine sino la televisión, y no necesariamente porque fueran documentales,  porque igual ocurrió con otra importante serie producida por Audiovisuales, basada en una idea original de Gabriel García Márquez y titulada De amores y delitos. Dos de los tres capítulos de la serie tienen que ver con personajes negros e indígenas, sólo que por primera vez bajo una perspectiva histórica, pues relata documentados casos ocurridos en el siglo XVIII.

El primero de ellos es Amores ilícitos(Heriberto Fiorillo, 1995), sobre un amor prohibido entre una esclava y un joven de una notable familia, pero tal unión era en ese entonces contra la moral, la religión y la ley. El segundo es El alma del maíz (Patricia Restrepo, 1995), la más notable de las tres, una historia sobre el conflicto entre indios y mestizos que preparaban y consumían chicha y las autoridades de la Corona Española que querían imponer el aguardiente. Sobre todo esta última película plantea y desarrolla su historia desde la perspectiva de los indígenas, tomando partido por ellos e, incluso, ridiculizando a los personajes blancos.  

De manera que es la televisión y el video, en las últimas dos décadas, los medios a través de los cuales se dio continuidad a los aún limitados acercamientos al tema de los grupos étnicos en el país. Si bien la producción videográfica se multiplicó desde entonces, llegando a una cifra de 216 largometrajes en video, desde el primero realizado en 1984 hasta el 2004[12], apenas poco más de una veintena abordan directamente el tema y todos ellos son documentales, especialmente sobre comunidades indígenas. Por otra parte, es posible encontrar mucho y buen material referido al tema en los incontables trabajos en video de menor duración que se han hecho, pero el mero inventario de éstos ya sería una labor muy ardua, aunque cabe mencionar la dedicación de Jorge Mario Álvarez a finales de los ochenta a las comunidades negras e indígenas de Urabá, o lo mismo se puede decir de Juan Guillermo Arredondo desde principios de los noventa a las del Chocó.

Identidad y cine regional

Volviendo al cine de ficción, es imperativo cruzar el tema de este texto con la discusión sobre la identidad del cine nacional, pues resulta evidente lo mucho que tiene que ver lo uno con lo otro. Quienes han reflexionado sobre el séptimo arte en el país coinciden al respecto que no existe un “cine colombiano”, en principio por la falta de continuidad en la producción, lo cual no ha permitido que éste se haya ido construyendo progresiva y orgánicamente.

Pero también esa falta de identidad cinematográfica tiene mucho que ver con la principal conclusión del recorrido que se ha hecho en este escrito, es decir, la exclusión de buena parte del país real y de su gran variedad de grupos humanos. Es cierto que en las últimas décadas la realidad ha sido una de las constantes en el cine nacional, pero esa mirada a la realidad tiene mucho que ver con una visión citadina, centralista y global del país (que es la visión de quienes generalmente pueden hacer cine), y no con sus diversas particularidades, que en suma es lo que más define a Colombia.

Ante esta posición, existe una posibilidad de reivindicar la identidad cinematográfica y cultural del país: el cine de provincia o cine regional. Ante la visión limitada y generalizadora del cine que mayoritariamente se hace en Colombia, el cine de la capital (hecho incluso por realizadores de provincia), se presenta como respuesta el cine antioqueño (cuyo centro es la ciudad de Medellín), el cine caleño (de la ciudad de Cali) y el cine costeño (principalmente de Barranquilla). Las dos primeras esencialmente centran su atención en historias y problemáticas urbanas sin un énfasis particular en la identidad étnica, pero en el cine costeño, en cambio, debido a la predominante presencia de la cultura negra y mulata en la región, se perfila mejor el componente étnico y cultural en su singularidad.

El crítico Augusto Bernal dijo a propósito del cine costeño: “Estos cinematografistas que adquieren una trascendencia, son sin lugar a dudas el aporte de una cultura y una forma de producción particular centrada en la tradición y que ha marcado su política estética frente a la cinematografía nacional.”[13] En este sentido es importante mencionar Ay hombre(Daniel Bautista, 1984), una historia de amor prohibido condicionada por la cultura costeña y con la música vallenata de fondo; así como la obra de Luis Fernando “Pacho” Bottía, con películas como La boda del acordeonista (1986) y Juana tenía el pelo de oro (2006). 

Salvo la serie De amores y delitos y los cuatro documentales ya mencionados (que fueron hechos para televisión o nunca fueron estrenados en cine), durante los últimos veinte años el cine colombiano ha pasado de largo por los grupos étnicos del país y su cultura. Lo único que ha cambiado al punto de identificarse como una constante en esta cinematografía, es el reconocimiento del mestizo como componente esencial y predominante de la población colombiana. Aunque todavía son muy pocos los filmes en los que son los protagonistas (que aún siguen siendo blancos o mestizos con rasgos caucásicos y preferiblemente hermosos), pero su presencia es evidente como personaje secundario y “de fondo”. Especialmente tienen una participación en las películas corales como, entre muchas otras, La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), La Mujer del Piso Alto (Ricardo Coral, 1996), Como el gato y el ratón (Rodrigo Triana, 2002), Dios los junta y ellos se separan (Harold Trompetero y Jairo Eduardo Carrillo).

Así mismo, en la última década se puede identificar la presencia sistemática de personajes negros en las películas, aunque con esto sea inevitable pensar en esa misma lógica que impera en Hollywood de tener la “cuota” afroamericana, siempre como un secundario importante pero, en las producciones más esquemáticas, sacrificable como efecto dramático. Esto se puede ver, por sólo mencionar algunas, en La Nave de los Sueños (Ciro Durán, 1996), La Vendedora de Rosas (Víctor Gaviria, 1998), El carro (Luis Orjuela, 2003), El rey (Antonio Dorado, 2004), El colombian dream (Felipe Aljure, 2006). La excepción la acaban de hacer Perro come perro (Carlos Moreno, 2008), donde el co-protagonista es negro, pero sobre todo en dos películas recientes donde se toman  por completo el protagonismo: El arriero (Guillermo Calle, 2009) y Los viajes del viento (2009).

Ya sea como secundario, sacrificable, objeto de deseo, jocoso, mejor amigo del protagonista o cliché del personaje amenazador o antagonista, el personaje negro efectivamente es casi una condición del cine (y la televisión) colombiano. Tal vez el mestizo secundario y el afrocolombiano como “cuota” sean un dudoso reconocimiento, pero también es un reflejo de la paulatina transformación que vive el país en relación con su diversidad étnica, un proceso que apenas está empezando y que se debate entre la histórica exclusión y la voluntad  de aceptación y e inclusión. 


[1] Mora Forero, Cira Inés y Carrillo, Adriana María. Hechos colombianos para ojos y oídos de las Américas. Bogotá, Ministerio de Cultura. 2003. p. 14.

[2] http://www.etniasdecolombia.org/grupos_pueblos.asp. Los indígenas colombianos: muchos derechos y crudas realidades. 23 de febrero de 2007.

[3] http://www.etniasdecolombia.org/colombia.asp. Densidad y población. 25 de febrero de 2007.

[4] Álvarez, Luis Alberto. Historia del cine colombiano. En: Nueva Historia de Colombia, vol. VI. Bogotá, Editorial Planeta. p. 257.

[5] Martínez Pardo, Hernando. Historia del cine colombiano. Bogotá, Librería y Editorial América Latina. 1978. p. 260.

[6] Largometrajes colombianos en cine y video. Bogotá, Fundación Patrimonio Fílmico colombiano. 2005. p. 64.

[7] Ibíd. p. 68.

[8] El cine snuff es aquel en el se realizan torturas y asesinatos con el fin de ser registrados por una cámara.

[9] “Sobreprecio” se le llamó a una serie de leyes gubernamentales que, durante la década del setenta, pretendieron apoyar y fomentar el cine colombiano, pero resultó siendo una oportunidad para la corrupción y la mediocridad de muchos, lo que se reflejó en la dudosa calidad de las producciones, muchas de las cuales, explotaron la temática indígena como vehículo para obtener atención en el extranjero e, incluso, en la institucionalidad del país.  

[10] Álvarez, Luis Alberto. Páginas de cine. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia. 1988. p. 28.

[11] Catálogo de cine colombiano. Bogotá, Proimágenes en Movimiento. 2003.

[12] Largometrajes colombianos en cine y video. Bogotá, Fundación Patrimonio Fílmico colombiano. 2005.

[13] Bernal, Augusto. Cinematografía provinciana y provincia. Bogotá, Revista Arcadia va al cine. Diciembre de 1984. p. 5. 

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