Empieza el 56 Festival de Cine de Cartagena, en el cual se le rendirá tributo al cineasta Luis Ospina. La Revista Kinetoscopio presenta su edición 113 en este importante evento, por eso está dedicada al director colombiano, así como a Brillante Mendoza. otro homenajeado del FICCI. Este texto hace parte del dossier de este nuevo número. 

Norma Desmond en Caliwood

Oswaldo Osorio

Como un hombre del Renacimiento, pero en el contexto del cine, para Luis Ospina fue impensable dedicarse a una sola cosa. Se le conoce más como cineasta, especialmente como documentalista, pero también ha hecho ficción y experimental. Además, ha sido crítico de cine, ensayista, cineclubista, actor, montador, profesor, guionista, camarógrafo y, últimamente, organizador de un festival de cine.

En esencia, entonces, es un cinéfilo en el sentido pleno de la palabra. Esta cinefilia empezó, como muchos de su generación, cuando le regalaron una cámara de niño y cuando iba a cine todos los domingos. Y entre una y otra cosa se ha pasado la vida: haciendo cine y viendo cine, principalmente. Por eso y para eso comenzó estudiándolo, como pocos de su generación, y entre finales de los años sesenta y principios de los setenta estuvo en la Universidad del Sur de California - USC y en la Universidad de California - UCLA.

Caliwood

Ospina es una de las patas del trípode sobre el que se apuntaló el proyecto Caliwood. Las otras dos son Carlos Mayolo y Andrés Caicedo. Este ya mítico proyecto fue construido desde principios de la década del setenta a partir de la obra cinematográfica de Ospina y Mayolo, el Cine Club de Cali y la revista Ojo al Cine. El motor que movió este proyecto fue también la cinefilia, y en torno a ese amor por el cine, al talento y pasión de estos tres personajes y su decidida amistad, se dio una movida cinematográfica y cultural a la que se vincularon muchos otros artistas e intelectuales y la ciudad entera, mientras el país los siguió atento.

En Ojo al Cine Luis Ospina fue fundador, editor, crítico y reportero; mientras que en el cine club fungió como codirector por varios años. Pero sus aportes más reconocidos a este movimiento son por cuenta de su obra fílmica, la cual empezó aun antes de hacer sus estudios de cine, apenas a los quince años, con un corto titulado Vía cerrada (1964), en el que ya se vislumbra su espíritu pesimista y cuestionador del mundo que lo rodea, pues en él un joven aburrido de su ciudad va al encuentro de su propia muerte. Este espíritu no solo se puede leer en su obra, sino que el mismo director lo expresa siempre de forma manifiesta: “Soy una persona que no es muy optimista sobre el futuro y sobre la humanidad en general, sobre lo que es el proyecto humano en esta tierra.”[1]    

En su periodo de universitario explora el lenguaje experimental con dos cortometrajes: Aurtorretrato (Dormido) (1971) y El bombardeo de Washington (1972), el primero de clara inspiración warholiana, pues se filma a sí mismo dormido durante una noche, aunque con la novedad de poder decir que es la única película que ha filmado un director dormido; mientras el segundo es hecho con imágenes de archivo y, de nuevo, proyectando una realidad catastrófica. Salvo por Video (b)art(h)es (2003), un video arte de tres minutos para la convocatoria “Fragmentos de un video amoroso”, no ha vuelto al experimental con otra obra en su totalidad. No obstante, sigue experimentando con el discurso del documental y lo ha hecho especialmente desde que empezó a trabajar con el video, con el que, afirmó alguna vez, “pude solucionar una serie de necesidades expresivas: El video me permitía trabajar en una especie de collage posmoderno permanente, en el cual podía mezclar todos los formatos, incorporar textos y hacer efectos especiales que en cine tendrían costos prohibitivos.”[2]

Durante este mismo periodo cuando estudiaba, sacó tiempo para venir a Colombia y hacer, junto con Mayolo, esos primeros documentales que los pondrían en el mapa de la historia del cine colombiano, en especial por el hecho de ser pioneros en explorar las posibilidades expresivas del documental, sin limitarlas a los contenidos institucionales o de compromiso político, como era usual en la época. Esa exploración (y expresión), cuenta Mayolo, fue especialmente por vía de la “interrelación entre sonido e imagen, donde un documental -Oiga, vea (1972)- en el que el pueblo era el que hablaba, en que la gente era la que daba las opiniones, era un documental abierto, distinto a los demás documentales que se hacían en la época, en el cine político. (…) Entonces con ese tipo de elementos, sobre todo la interacción entre el sonido y la imagen, que la imagen no correspondiera con el sonido en contradicción, fuimos encontrando otros elementos para expresarnos, como en Cali de película (1973), que también es una película que, a punta a contraponer sonido e imagen, devela y produce chistes, y es irónica y es una película juguetona, que muestra a la ciudad en sus verdaderas contradicciones”.[3]

En ambas películas la ciudad de Cali es su tema y preocupación, a pesar de ser motivadas por razones opuestas. Mientras la primera se hizo, según palabras de Ospina, como una película de contra-información, en reacción a la película oficial sobre los Juegos Panamericanos; en la segunda fueron ellos los contratados para hacer un documental sobre la Feria de Cali, pero aun así, se las ingeniaron para elaborar una sátira sobre aquel sacro evento de ciudad, particularmente usando el contrapunto entre imagen y sonido que mencionaba Mayolo.

Este espíritu revulsivo con las convenciones del cine e irreverente con ciertos temas sociales e institucionales, llegó a su punto más logrado y agudo con sus dos siguientes trabajos, en los que, paradójicamente, era la ficción la que se imponía como discurso: Asunción (1975) y Agarrando pueblo (1978).  Asunción  fue el único trabajo que hicieron en el marco del cine del sobreprecio[4], y cuenta la historia de una muchacha del servicio que se rebela contra sus patrones a través de una serie de transgresoras acciones. Una película imperfecta técnicamente (que fue la excusa para censurarla), pero potente en su declaración contra el sistema, en su alegato y revancha en favor de los excluidos.  

Agarrando pueblo, por su parte, es uno de los hitos del cine colombiano, por muchas razones: porque por medio de ella se ilustra el manifiesto –y la creación del término- sobre la porno-misera, que se refiere a esa explotación de la pobreza y la marginalidad por parte del cine nacional, en especial desde los cortos del sobreprecio; por su elocuente y bien lograda combinación de los recursos de la ficción y el documental; por el reconocimiento que la crítica y los historiadores han hecho de ella; y por los premios cosechados en su momento y la revalidación que ha tenido más de veinte años después en festivales nacionales e internacionales. Con esta película Luis Ospina avanza en lo que llegará a ser uno de los aspectos sobre los que más explorará en el cine y el audiovisual: el falso documental, o el cinéma mentiré, como le gusta llamarlo en uno de esos ingeniosos juegos de palabras que siempre lo socorren en sus reflexiones. Ya desde El bombardeo a Washington aparecía esta inquietud y, mucho después, la llevará a su mayor ingenio y lirismo con Un tigre de papel (2007).

 Luego de esto es cuando termina la coautoría entre los dos directores, aunque no las colaboraciones, y cada uno se embarca en su primer largometraje. El de Ospina es una película ya de culto en el país titulada Pura sangre (1982), un logro agridulce por los problemas que tuvo con la falta de buena difusión y exhibición, la consecuente fría respuesta del público y su inhabilitación por muchos años para obtener recursos gubernamentales para sus proyectos. Este filme se inspira en tres elementos bien definidos en el universo y los intereses de este autor: el vampirismo, el cine de género y la leyenda urbana del Monstruo de los Mangones, un asesino en serie del Cali de los años sesenta. Con elementos similares, Carlos Mayolo realizó una película de la que Ospina fue el montajista, Carne de tu carne (1983), y ambas dan origen al Gótico tropical, el único género cinematográfico nacional, una singular combinación de los componentes lóbregos y macabros del cine de horror con el paisaje, colorido y festiva idiosincrasia del trópico.

Vini, video, vici

Lo sucedido financiera y legalmente con Pura sangre “arrinconó” a Luis Ospina hacia el amplio y versátil panorama del video. Aunque ya se había apoyado en este medio para hacer Agarrando pueblo, e incluso en Pura sangre hay algunas escenas grabadas en video, es a partir de este momento que hace de la imagen electrónica su nuevo credo: “En cuanto pensé que el cine había muerto, por lo menos para mí, el video fue la resurrección. No hay mal que por bien no venga. Paradójicamente el video, y no el cine, se me presentó como una revelación. (…) Se trataba, pues, de creer (y crear) en un nuevo cisma electrónico, sin película virgen, sin bolsa negra, sin cuarto oscuro. Un paso de la alquimia a la electrónica. El video, con sus equipos livianos y sus bajos costos, se me convirtió en algo así como el cine sin dolor. El video vino, vio y venció.”.[5]

 A partir del uso de este medio, entonces, emprende una labor más constante centrada exclusivamente en el documental, la única excepción es Soplo de vida (2000), y por partida doble, pues fue una ficción hecha en cine (súper 16mm). Pero con el video pudo embarcarse en grandes proyectos, que de otra manera no habrían sido posibles, proyectos que incluyen largometrajes y series documentales. Esta nueva etapa de su obra la articula a partir de tres grandes aspectos que él mismo define: “Mi obra ha tenido tres obsesiones, que han sido la ciudad, la memoria y la muerte. La ciudad porque me obsesionó mucho la ciudad en que viví, la quise mucho; la memoria porque la ausencia de memoria es la muerte y por eso he trabajado bastante la recuperación de la memoria y el homenaje a personajes sobre todo caleños que no fueron apreciados en su momento como Antonio María Valencia o el mismo Andrés Caicedo”.

Sobre estos dos personajes, más un tercero, el pintor Lorenzo Jaramillo, Luis Ospina realiza tres trabajos de largo aliento que rescatan estas vidas y obras revelando unos amplios retratos, no solo de ellos sino de sus respectivos contextos. Antes de eso se había concentrado en la temprana llegada del cine a Cali con En busca de María (1985), un documental codirigido con Jorge Nieto en el que rastrean la historia del primer largometraje de ficción hecho en Colombia. Después viene esa deuda con la memoria del más celebre cinéfilo del país en Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos (1986), una intensiva y entrañable mirada al amigo que, a pesar de su importancia en el cine y la literatura nacionales, para entonces era un desconocido entre las nuevas generaciones.  

Antonio María Valencia: Música en cámara (1987) es un completo y riguroso (también un poco acartonado) trabajo en el que rescata la figura de este olvidado pero importante compositor caleño. Aunque de ese academicismo audiovisual no queda nada en Nuestra película (1993), el fascinante y moribundo retrato que hace del artista Lorenzo Jaramillo, una pieza en donde la pintura y el video intercambian ideas y texturas, la música se convierte en expresiva protagonista y cómplice ideal de las imágenes y del melancólico desvanecimiento de la vida del pintor, y en la que la intimidad que alcanzan personaje y documentalista desafía todos los supuestos de objetividad del documental.

Por otra parte, en sus series documentales hay un rico y numeroso material también orbitando en torno a esas tres obsesiones. Desde 1987 dirige varios capítulos de la serie Rostros y rastros, la emblemática producción de la Universidad del Valle que sirvió de escuela para los más importantes realizadores de la región. Luis Ospina la inauguró con Ojo y vista: peligra la vida del artista (1987), documental en el que revisita a uno de los personajes de Agarrando pueblo. Después realiza otras series como Slapstick: la comedia muda norteamericana (1989); Adiós a Cali (1990), dos capítulos sobre la destrucción del patrimonio arquitectónico de la ciudad; otra sobre tres oficios en los que quienes los trabajan fungen como fáciles interlocutores de sus usuarios: taxistas, peluqueros y lustrabotas; Cali: ayer, hoy y mañana (1995), una serie de diez documentales con la que, afirma Ospina, “siento que cumplí un ciclo que se cerró (…) es una serie en la que destaco cosas que me gustan o no me gustan de Cali”.[6] Y entonces deja su querida ciudad para embarcarse, desde Bogotá, en sus siguientes cinco largometrajes y una serie más, esta vez sobre la historia del cine nacional: De la ilusión al desconcierto: cine colombiano 1970 - 1995  (2007).

Hacia el canto del cisne

Ya en la capital, luego de hacer una singular pieza que exponía numerosas opiniones sobre el gusto en la época del narcotráfico, Mucho gusto  (1997), vuelve a complicarse la vida con las veleidades de la ficción. Primero desde afuera, haciendo el Detrás de cámaras de La virgen de los sicarios (1999), y luego desde adentro, dirigiendo Soplo de vida, película en la que tuvo la valentía de adaptar el cine negro al contexto colombiano, algo así como el claro oscuro tropical en medio de narcos y paracos. Pero de nuevo el público, y hasta un sector de la crítica, le fueron esquivos. Desde entonces, abandona la ficción pura (porque todavía le queda mucho de esa otra ficción que es el cinema mentiré) y declara: “El cine de ficción, con toda la parafernalia técnica y sus altos costos, siempre ha sido para mí un estado de excepción, mientras que el documental es un estado de gracia. La diferencia, en otros términos, sería la que existe entre una querida muy costosa y caprichosa y un primer amor fiel y generoso”.[7] 

Luego vendrían otro par de intensivas miradas a dos personalidades: La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003) y Un tigre de papel (2007). El primero, es el trabajo de un hombre orquesta que, gracias a ello, logra un íntimo registro de este escritor en su cotidianidad, pero además, recoge un compendio de  imágenes, entrevistas y apariciones públicos de Vallejo que consiguen dimensionarlo en casi todas sus facetas, todo esto sin ocultar la simpatía del documentalista por su personaje. El segundo, es a un artista no menos fascinante y controversial, Pedro Manrique Fiogueroa, el precursor del collage en Colombia. Aunque este personaje realmente solo existe en esta película, porque la verdadera intención de Ospina no era hacer el retrato de un hombre sino el de una época, los convulsos y libertarios años sesenta y setenta. También es una apuesta narrativa y reflexiva con el discurso audiovisual: “El propósito mío con la película también es cuestionar los dispositivos narrativos que tiene el cine documental para decir la verdad y la mentira, que pueden ser los mismos. Me llamó mucho la atención que a través de la mentira se pueda llegar a la verdad”.[8]

El canto de cisne de este autor es Todo comenzó por el fin (2016), un extenso documental en el que recapitula buena parte de su vida y obra y las de sus amigos, “es el film que cierra y el que apaga la luz”.[9] Una vida y obra dedicadas a la cinefilia, por eso sus películas están unidas por invisibles hilos de relaciones, de citas a sí mismo y temas capitales que las cruzan; por eso se le pudo ver llevando una revista de cine codo a codo con Andrés Caicedo, o montándole las películas a sus amigos con el nombre de Norma Desmond, o ahora consagrado como una de las principales figuras del cine nacional, protagonista durante medio siglo de la historia de esta cinematografía; un cineasta que desde hace mucho es un ícono para las nuevas generaciones y que hizo cine toda su vida, por hábito y “porque era muy nervioso para robar”.

Publicado en la Revista Kinetoscopio No. 113, enero – marzo de 2016,  Medellín.


[1]Ramos, Luis. Entrevista con Luis Ospina: “La vida es muy corta para estar viendo cine malo”. www.cinencuentro.com, 21 diciembre 2015.

[2] Ospina, Luis. Palabras al viento: mis sobras completas. “Vini, video, vici: el video como resurrección”. Aguilar, Bogotá, 2007. p. 71.

[3] Osorio, Oswaldo. Comunicación, cine colombiano y ciudad. “Entrevista con Carlos Mayolo: De Caliwood al gótico tropical”. Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, 2005. p. 67.

 

[4] Un sistema de subvención estatal con el que se destinaban recursos a los cineastas para hacer cortometrajes que luego eran exhibidos en las salas comerciales antes de la función principal.

[5] Ospina, Luis. Ibid. p. 71.

[6] Nieto López, Gabriel. “El director solitario”.  www.luisospina.com

[7] Ospina, Luis. Ibid. p. 72.

[8] Ramos, Luis. Ibid.

[9] Romero Rey, Sandro. “la cinefilia sin fin”. En: Kinetoscopio No. 111. Julio – Octubre de 2015. p. 36. 

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