Luis Alegre Image

El verano de 1970 tuve mucho tiempo para pensar. Tenía ocho años y vivía con mis padres y hermanos en una finca a las afueras de Calamocha, Teruel. Hacía un par de años que habíamos venido desde Lechago, nuestro pueblecito de al lado. No éramos ricos pero vivíamos en una finca de ricos. Había dos casas pegadas, una grande que ocupaban los dueños cuando venían de Madrid y otra pequeña en la que estábamos nosotros. También había una granja de conejos, un corral, cerdos, varias huertas y una caseta para la perra, "Caracola". Mi padre se encargaba del cuidado de la tierra y de los animales. Eso es lo que nos permitía vivir allí. A este lugar le llamábamos "La Granja".

Acababa el verano y yo estaba a punto de comenzar 3º de EGB. Vivir alejado del pueblo hacía que, en vacaciones, apenas viera a mis compañeros de la escuela. Pasaba las tardes en "La Granja" jugando con una pelota roja de goma. Para que pareciera un balón de verdad, le dibujaba los hexágonos con saliva. Imaginaba que jugaba en el Real Zaragoza y que era una estrella del fútbol. Me regateaba a mí mismo, lograba goles de dibujos animados y el público-yo-me vitoreaba, mientras daba saltitos de alegría. De vez en cuando, mi gran amigo de la escuela, Pascual Peiró, venía a verme con Doña Paquita, su madre, que se hizo muy amiga de la mía.

A mi padre le encantaba el cine y le encantaba leer. Un día me leyó un poema de Antonio Machado,-"Yo voy soñando caminos de la tarde"- y luego me sentó en la mesa y me lo hizo repetir hasta que lo retuve. Otra noche, me evocó, arrebatado, "Recuerda": Ingrid Bergman, Gregory Peck y Alfred Hitchcok. Fue la primera vez que alguien me hablaba de una película.

Hacía muy poco que mi padre nos había llevado, por primera vez, al cine de Calamocha. Vimos "¿Arde París?" y me aburrí un poco. También hacía nada que había entrado en casa una Philips en blanco y negro. Nuestras noches, desde entonces, habían cambiado. No me perdía ningún capítulo de "El Conde de Montecristo", "Los tres mosqueteros" y "La pequeña Dorrit". Alejandro Dumas y Charles Dickens eran los reyes. En "El Conde de Montecristo" me había gustado muchísimo Emma Cohen; en "Los tres mosqueteros", Elisa Ramírez y en "La pequeña Dorrit", Ana Belén.

Pero el martes 1 de septiembre de 1970 sería un día decisivo. Esa noche me iba a enamorar. A las 10, en el VHF, ponían "Del rosa al amarillo". Yo nunca había visto una película española. "Del rosa al amarillo" incluía dos historias de amor, una de niños y otra de abuelos. En la primera, Guillermo, un crío de 12 años, se enamoraba de Margarita, una preciosa chica de su edad que parecía mayor que él. En una escena, Guillermo coincidía en un autobús con Margarita y el chico reparaba en los pelos de las axilas de la chica -que él aún no tenía- mientras ella entonaba "Mirando al mar". El final era muy triste porque Guillermo, a la vuelta del verano, se enteraba de que Margarita se había echado novio.

Pero, esa chica, Margarita, era totalmente adorable y esa noche me fui a la cama encendido, en un estado de shock.

Nunca, nadie, me había hecho sentir algo así. Tardé un buen rato en pillar el sueño porque soñaba despierto con Margarita. No podía pensar en otra cosa. Estaba convencido de que ese fuego nuevo e incontrolable que me había subido tanto la temperatura y que me impedía dormir, era eso que llamaban amor.

A la mañana siguiente, proseguía la fiebre. Mientras le daba patadas a la pelota de goma, comencé a rumiar algo. Ese verano tenía demasiado tiempo para pensar y yo era un niño muy soñador. Y, entonces, fabulé con la idea de ir a Madrid, solo. Allí vivía mi tía María con mis primos y allí vivía Margarita. Mi gran sueño era encontrar a Margarita y decirle que me había vuelto loco de amor por ella.

No fui a Madrid. Pero, al curso siguiente, me enamoré de la chica de la escuela que más se parecía a Margarita. Se llamaba Pilar Palomar Murillo y le regalé un anillo de juguete que le robé a mi hermana. La inolvidable Pilar era la hija del capitán de la guardia civil de Calamocha. A su padre le ofrecieron un traslado y, al finalizar el curso, se marchó del pueblo. Me sentí tan desgraciado como Guillermo.

Desde "Del rosa al amarillo", siempre aspiraba a enamorarme de la chica de la película. A veces lo conseguía. A los 12 años, me quedé paralizado al ver a Ingrid Bergman en "Encadenados" y le escribí una carta de amor. Poco después me dio un vuelco el corazón cuando descubrí a Jacqueline Bisset en "La noche americana". Y a Rita Hayworth en "Gilda", a Sofía Loren en "La bella molinera" y a Claudia Cardinale en "El gatopardo".

En el cine, las mujeres de las que te enamoras no te abandonan nunca.

Y ella, Margarita, había sido la primera.

La actriz que interpretaba a Margarita en "Del rosa al amarillo", la chica que me descubrió el amor, se llamaba -se llama- Cristina Galbó.

A lo largo del tiempo fui averiguando cosas sobre ella. Nació en Madrid en enero de 1950. "Del rosa al amarillo", su primera película, la rodó en 1963, con 13 años. La película, de Manuel Summers, uno de los directores más prometedores del "Nuevo Cine Español", tuvo una notable repercusión y con el tiempo se convertiría en un pequeño clásico. Cristina recibió la Medalla de oro "Revelación" en el Festival de Cine de San Sebastián. Luego encarnó a la legendaria Bernadette en "Aquella joven de blanco" e intervino en películas de tanto éxito como "La ciudad no es para mí", "Nuevo en esta plaza" o "La residencia". También había protagonizado el debut de Pedro Olea ("Días de viejo color") y había coincidido con Joan Manuel Serrat en "Palabras de amor". Todo eso antes de cumplir los 19 años. Con esa edad se casó con Peter Lee Lawrence, un actor alemán con el que había rodado "La furia de Johnny Kid", y se fue a vivir a Roma. Tuvo un hijo. Continuó rodando películas ("No profanar el sueño de los muertos", "Las adolescentes") pero cada vez de forma más espaciada. También me enteré de que se quedó viuda muy pronto. En teatro hizo "Drácula". Sus últimas apariciones -pequeñas colaboraciones- eran de 1988: "El último guateque 2" de Juan José Porto y "Suéltate el pelo", de Manuel Summers, su director en "Del rosa al amarillo" y la pareja de su hermana, la actriz Beatriz Galbó.

Y, después, el silencio.

En Madrid, una mañana de enero de 2002, me desperté pensando en Cristina Galbó: ¿Qué habrá sido de la chica que me descubrió el amor?. De repente, me apeteció buscarla, conocerla y contarle todo, como aquella mañana en la que con ocho años planeé viajar solo a Madrid para verla. Yo acababa de cumplir 40 años y pensé que encontrar a Cristina podía ser una buena manera de celebrarlo.

No sería fácil. Pero seguro que, si lo lograba, merecería la pena charlar con ella y, quizá, escribir un relato alrededor de su extraña vida. La vida de una actriz, una de las profesiones más frágiles y maravillosas que se conocen. La vida de una chica que vivió sus días de gloria y que, aunque nunca fue un mito, seguramente, en algún momento, de algún modo, había sido importante para gente como yo. Cristina había desaparecido a lo Greta Garbo. Pero muy pocos cinéfilos jóvenes sabían de quién se trataba. Cristina también era un símbolo de eso, de la fugacidad de la fama, de la capacidad depredadora del mundo del cine y de la particular derrota del cine español.

Las incógnitas se me acumulaban en la cabeza. Pero si algún día la tenía delante, no sé si me atrevería a formularlas todas: ¿Qué recuerdos tenía de sus años en el cine español y de aquella España?. ¿Fue feliz en esos tiempos?. ¿Lo era ahora?. ¿Sentía nostalgia de algo?. ¿Por qué, hacia mediados de los 70, en su esplendor, con sólo veintitantos años, comenzó, poco a poco, a apartarse de la interpretación?. ¿De qué manera la temprana muerte de su marido influyó en ese abandono?.¿Cómo era ahora su vida cotidiana?. ¿Leía, iba al cine, veía "Crónicas Marcianas"?. ¿Cómo era la relación con su hijo?. ¿Mantenía algún contacto con antiguos compañeros de profesión?. ¿Estaba enamorada?. ¿Tenía el DVD de "Del rosa al amarillo"?.

En el fondo, más que arrojar un poco de luz sobre su misterio, lo que yo quería era rendirle un homenaje a ella, al cine y, de paso, a todas las mujeres que, desde una pantalla, me habían hecho soñar. Lo que quería era rendirle un tributo a mi propia infancia. La noche que la vi en "Del rosa al amarillo" algo cambió. Esa noche nació mi amor por el cine y por las mujeres, dos de las grandes alegrías de mi vida. Supongo que las pasiones, como tantas cosas definitivas, suelen arrancar así, por puro azar, porque una noche de tu infancia emitan en la tele una película con una niña irresistible.

Esos días, cuando se me ocurrió buscarla, veía a menudo a mi amigo Jonás Groucho y le conté mi proyecto, más o menos literario. Me animó mucho que a Jonás le pareciera una idea muy bonita.

El primer paso fue llamar a una amiga periodista redactora de la revista "TP" para conocer exactamente la fecha de emisión de "Del rosa al amarillo". Así pude precisar el día y la hora en que me enamoré por primera vez: el martes 1 de septiembre de 1970, pasadas las 10 de la noche. Luego, decidí iniciar una pequeña investigación para llegar a Cristina. Hice un pequeño sondeo entre varios amigos del cine y nadie sabía nada de ella. Hasta que, un día, José Luis García Sánchez me contó que él creía recordar que hace muchos años ella y Antonio del Real fueron muy buenos amigos e, incluso, puede ser que novietes. Telefoneé a Antonio y, cuando le hablé de Cristina Galbó, se quedó mudo durante un par de segundos: "Madre mía, Luis, hacía siglos que no escuchaba su nombre. Era una chica deliciosa. Pero no tengo ni idea de cómo encontrarla. Si lo consigues, dile que eres amigo mío".

Probé suerte con la guía telefónica. Sospechaba que en Madrid debía haber cientos de personas que se llamaran Galbó. Pero, oh sorpresa, sólo había un apellido Galbó en toda la guía. Llamé y me contestó la voz de un señor mayor. Pregunté por Cristina. Él, muy desconfiado, me preguntó qué es lo que quería de ella. Me puse muy contento porque comprendí que la pista era buena. Le dije que era amigo de un amigo suyo, Antonio del Real, y que quería hablar con ella. Enseguida me dio la impresión de que el hombre con el que hablaba era su padre. Y, entonces, él me dijo que ella no vivía en esa casa y que estaba fuera de Madrid. También me dejó caer que Cristina pasaba por allí de vez en cuando y que si le quería remitir una carta a esa dirección, él se la guardaría.

Así lo hice. Le envié a Cristina la carta más delicada que fui capaz de escribir. Le narraba, más o menos, mi historia con Margarita. No le decía que ella fue la chica que me descubrió el amor, porque entonces era muy posible que me tomara por un loco o por un idiota, tal vez con razón. Pero sí le confesaba que me encantaría escribir algo alrededor de ella. En el sobre, metí "Besos robados", un libro mío donde la citaba un par de veces, por si eso le podía transmitir algún tipo de confianza. A última hora, en vez de enviarlo por correo, opté por coger un taxi y dejarlo yo mismo. Una casa normal en una calle normal. Llamé a un timbre, dije que estaba repartiendo publicidad, me abrieron, entré, metí el sobre en el buzón y me fui. Eran los primeros días de julio de 2002.

El 21 de noviembre de 2002, recibí en mi casa, desde París, una carta postal de Cristina Galbó.

La carta era breve y amable. Agradecía mis palabras y me insinuaba que le halagaba que alguien pensara escribir algo sobre ella. Pero me aclaraba, sin rodeos, que el cine formaba parte de una época de su vida que prefería olvidar.

Me daba una dirección de correo electrónico y me advertía que lo abría muy de tarde en tarde. Nada más leer su carta le mandé un email donde le contaba lo que me había gustado que me escribiera y le preguntaba si vivía en París. También le decía que, por descontado, respetaba su postura. Y que, algún día, me encantaría conocerla.

No he vuelto a recibir noticias de Cristina.

Pero, hoy mismo, le voy a enviar este relato.

Sobre cómo ella me descubrió el amor.

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