O la historia de un género en una película

Por Oswaldo Osorio

Aparentemente el estreno de La máquina del tiempo no es más que la llegada de una nueva película de ciencia ficción de Hollywood, aderezada con un poco de todo para ser un éxito de taquilla. Pero en realidad esta película, dirigida por Simon Wells, está cargada de elementos de gran significación dentro de la historia de un género que nació casi al mismo tiempo que el cine mismo.

Para empezar, la película está basada en la novela del mismo título del escritor inglés H.G. Wells, quien, junto a Julio Verne, es el padre de la literatura de ciencia ficción (¡Además es el bisabuelo del director!). También es una película que recupera mucho de la esencia del cine de entretenimiento en su vena clásica y su relato permite hacer un recorrido por los principales tópicos de este tipo de cine, convirtiéndola en una película tremendamente atractiva, aunque sin llegar a ser pretensiosa.

Ya en 1960 el director George Pal había realizado una primera adaptación al cine del texto de Wells, pero su factura y puesta en escena era consecuente con ese cine de la década que acababa de pasar, la cual se considera, por unanimidad, como la época dorada y la más fascinante de la historia del cine de ciencia ficción. Paradójicamente, la ciencia ficción de los cincuenta en Estados Unidos, a pesar de su gran auge y acogida por parte del público (al punto de ser objeto de culto), fue considerada como cine para un público juvenil y realizada dentro de los parámetros del cine de Serie B, es decir, cine de consumo, bajo presupuesto y generalmente escasa calidad.

Es justamente con este periodo tan importante en la evolución del género, con el único que la versión 2002 de La máquina del tiempo no tiene una relación directa, porque por lo demás, es una película que condensa muchos de los elementos constitutivos de la dinámica y la historia de la ciencia ficción. Pero esa distancia de este filme con el cine de los cincuenta tiene que ver, precisamente, con el hecho de que pone en juego, con plena eficacia, una de las improntas del género: su obsesión por la tecnología y la consecuente utilización de los efectos especiales, que ahora, en plena era digital, se encuentran a años luz de los ya risibles rudimentos empleados hace medio siglo.

Una máquina para vencer la muerte

La ciencia ficción, a lo largo de poco más de un siglo, siempre ha servido para metaforizar los deseos y, sobre todo, los temores del hombre, desde procesos históricos como la guerra fría, la amenaza nuclear o las crisis económicas, hasta cuestiones individuales, como la identidad, la angustia existencial o las inquietudes relacionadas con el origen y el destino de la humanidad.

Uno de los recursos que con mayor eficacia permite explorar estos temas es los viajes en el tiempo. Santiago García, un crítico argentino, afirma que las películas sobre viajes en el tiempo presentan características equivalentes a las de los filmes de fantasmas, porque la forma en que esas historias alcanzan su punto más alto, es en las sencillas batallas en las que se vence a la muerte, y concluye que este tema concentra todo su poder en algo muy simple: la muerte no tiene solución.

En la película de Simon Wells la motivación del personaje interpretado por Guy Pierce es justamente vencer la muerte, solucionar su inexorabilidad. Alexander Hartdegen inventa su máquina del tiempo para evitar que su prometida muera, para anticipárcele a la muerte. Pero mucho más adelante en la trama y muchísimo más adelante en el tiempo, un hombre que posee la sabiduría de miles de años le hace comprender una verdad tan simple como reveladora: él y su máquina son consecuencia de su desgracia, si su prometida no muere él no inventa la máquina y no estaría allí perdido en el futuro buscando solucionar el pasado.

A esta altura de la película el relato ha pasado por puntos clave del género como el desarrollo de una tecnología que permite acceder a lo imposible, la aventura y el asombro de confrontar un futuro especulativo, la posibilidad de darle consciencia a una máquina (el guía de la biblioteca), como en Blade runner (scott, 1982), o la exploración del espacio exterior (aunque sin seres alienígenas) con la visión impactante y fascinante de esa Luna orbitando en escombros.

Entonces la historia, como la ciencia ficción a partir de películas como 2001: una odisea del espacio (Kubrick, 1968), asume un tono grave y trascendental, dejando momentáneamente de lado la “ligereza” y superficialidad propias de la acción y la aventura, que habían sido las formas imperantes en los relatos del género. Pero cuando el personaje “ve la luz” luego de este pasaje “trascendental”, vuelve de nuevo a conducir la narración hacia la acción y la aventura.

Como en la película, entonces, la ciencia ficción también deja atrás esta etapa trascendental que se diera a finales de los sesenta y parte de los setenta, una etapa que fue fundamental para el género porque le dio patente de “gran cine” y sentó el precedente de que sus temas no necesariamente se debían reducir a naves espaciales, extraterrestres, desarrollo de la ciencia o viajes en el tiempo. Entonces la ciencia ficción, llevada de la mano de la saga iniciada con La guerra de las galaxias (Lucas, 1975), entra en una etapa donde prima la aventura y generalmente parte de esquemas mitológicos, lo cual está, como diría Eduardo Russo, muy a tono con la ligereza que reclama el espectador postmoderno, porque de las viejas fobias y la desconfianza al desarrollo tecnológico, se ha pasado a la convivencia gozosa, al punto de que la tecnología, no sólo la que se ve en la imagen sino también con la que se logra esa misma imagen, se ha convertido no en un medio sino en un fin. Cada vez más público va a ver una película de ciencia ficción por los efectos especiales que despliega y no por la historia que le van a contar.

El mundo se va a acabar…

La ciencia ficción de los noventa se caracteriza por dos grandes rasgos: el primero tiene que ver con que el énfasis en la dinámica del relato ya no está en la aventura sino en la acción, como lo demuestran dos de las películas más importantes de la década: Terminator II (Cameron, 1991) y Matrix (Wachowski, 1998); y el segundo es la visión pesimista y apocalíptica del futuro, como en 12 Monos (Gilliam, 1994) o Armageddon (Bay, 1998).

En La máquina del tiempo, de Simon Wells, en su parte final vemos también la presencia de estos dos elementos. Luego de 800 mil años la tierra ha vuelto a lo que se ha dado por llamar un “futuro arcaico”, a la manera de la saga de El planeta de los simios, y la desolación y el pesimismo del nuevo mundo se conecta con toda esa tradición de películas de ciencia ficción en su vertiente post-apocalíptica o futurista, que por lo general están planteadas en clave de pesadilla, un mal sueño colectivo en el que el hombre es víctima y victimario.

Es cierto también que esta película de Simon Wells tiene muchos de esos tics del cine de Hollywood que son los que la hacen pasar por otra película del montón, pero si se mira con detenimiento, resulta ser una suerte de síntesis o antología de la historia del cine de ciencia ficción. Como se ha visto, salvo por la ausencia de extraterrestres, sus temas, recursos, personaje y trama son un inventario del género. Lo que sorprende más es que, como el director fue fiel a lo que su bisabuelo escribiera cien años atrás, es un inventario que se hizo antes de que existiera una “historia del cine de ciencia ficción”.

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