Un genio del desafuero

Por Oswaldo Osorio

Alex de la Iglesia se casó con un charro mexicano en Las Vegas y disfrazado de Elvis. El charro, por supuesto, era su novia también disfrazada. Fue Alex de la Iglesia también quien dijo que con su cine pretendía llegar a la estupidez perfecta, a la diversión pura, en la que no haya ningún mensaje en absoluto, porque considera que lo del cine con mensaje es una “chorrada”.

Su extravagante matrimonio y esta irreverente frase son muy consecuentes entre sí. Su cine también es consecuente con esas nupcias de vocación kitsch, aunque la frase sólo coincide con aquello de la diversión pura, porque cuando niega que en sus películas busca trasmitir algún mensaje, está mintiendo, o al menos es traicionado por su in-genio y la forma en que ve el mundo y lo traduce en historias:­ En sus cinco películas el humor negro y los excesos siempre están comentando y criticando al hombre moderno, la sociedad, el sistema, en fin, todo lo que sea susceptible de ser subvertido, estropeado o desenmascarado.

Es cierto que la vocación esencial de su cine tiene que ver con divertir y hacer reír a los espectadores que tengan buen gusto para con el desafuero, así como con la recreación de personajes y universos únicos y estrafalarios, pero su capacidad para narrar, su talento para concebir o adaptar historias con un sello propio y un estilo visual ya definido, entre genial y agresivo, hacen que sus películas trasciendan la mera anécdota y en conjunto se vean como una obra y él como un autor.

El último genio

Muchos incautos andan repitiendo que el nuevo genio del cine español es Alejandro Amenábar, y no se dan cuanta de que él es sólo un niño aplicado que sabe de cine y apela con cierta eficacia a las formas convencionales de los géneros cinematográficos, en especial del thriller. Tan convencional y predecible es que su última película, Los otros, es (muy buena, eso sí) una cinta más de Hollywood, aunque haya sido rodada en España. El verdadero último genio (léase también niño terrible) del cine español, el que está proponiendo y creando un cine original y refrescante, el que más fácilmente influenciará nuevas generaciones de cineastas y por ahí derecho al cine español, es el mismo héroe de este artículo, Alex de la Iglesia. No es gratuito que su opera prima, Acción mutante (1992), fuera producida por Pedro Almodóvar, como si le estuviera pasando el cetro, como si lo hubiera elegido su heredero cediéndole ese trono del que ya está hastiado y que, además, no necesita.

Por ejemplo, ¿Cuándo alguien en el cine español se había atrevido a hacer una película de ciencia ficción? Bueno, dicen que alguna vez hubo quien, pero también dicen que los resultados fueron lamentables. En cambio, con Acción mutante, Alex de la Iglesia, con la temeridad del novicio, realiza una divertida e impactante película en la que, en un futuro más o menos cercano, un grupo de minusválidos organiza un comando terrorista para acabar con la “gente linda” y de paso con el orden establecido.

Esta propuesta raya con el cine gore y ya la clave del humor negro era la que marcaba la pauta las situaciones y sus personajes. Aunque se trata de una especie de divertimento, algo así como “vamos a ver como nos sale una película de ciencia ficción a la española, en tono de comedia y mucha truculencia”. El resultado final es un filme con mucha chispa, estilo y originalidad. Desde este primer largometraje se empieza a cimentar la imagen de Alex de la Iglesia como un director de culto, porque es justo el tipo de película, así como lo serán las demás, el que despierta admiración y fanatismo entre cierto tipo de espectadores.

De la Iglesia y el anticristo

Si Acción mutante llamó la atención del público joven y de los cinéfilos que no le hacen ascos a los excesos, con su siguiente filme, El día de la bestia (1995), convenció a todo el mundo de que lo suyo con el cine, con sus temas escabrosos y su puesta en escena desmesurada, no sólo iban en serio, sino que había mucho talento y hasta oficio en ello. Ésta es tal vez es su mejor película y sus virtudes empiezan con su original e impactante historia, en la que un sacerdote, luego de descifrar el Apocalipsis, descubre que el anticristo nacerá en Madrid, entonces se convierte en un riguroso pecador para pasar al lado de las tinieblas y así deshacerse de esa satánica amenaza.

Este segundo filme, más que cualquier otro suyo, desmiente aquello de la ausencia de mensaje, porque aunque no lo haya buscado, su película, entre la acción vertiginosa, el demoledor humor negro y una muy bien armada trama de intriga y suspenso, puede leerse como un alegato antifascista, como una crítica al caos e indolencia de la sociedad y a todos esos falsos profetas televisivos.

Con todas las puertas abiertas en casa de españoles y forasteros y con un público a la espera de una nueva y fascinante película suya, Alex de la Iglesia con su siguiente proyecto, Perdita Durango (1997), prueba el “sueño americano”, o más bien, le da una lamida, porque la historia que plantea no tiene nada de gringa (salvo porque se desarrolla en la frontera chicana) y mucho menos sus personajes: una pareja de delincuentes santeros que secuestran a un par de cándidos adolescentes norteamericanos mientras transportan un cargamento de fetos en un camión.

Esta película es la nota baja en la carrera de este director, porque si bien el universo y los personajes que plantea están hechos de la misma madera (o vísceras, mejor) que el resto de su obra, el exceso de elementos de peso en la historia y su narración dispersa y tumultuosa, no permitieron que se diera esa caótica armonía propia de sus relatos.

¿Pueden el exceso y la truculencia madurar?

Un poco con el rabo entre las piernas, Alex de la Iglesia para su próximo filme, Muertos de risa (1999), optó por centrar la acción en una situación más simple y, sin abandonar sus temas y su estilo, menos desmesurada: la vida de dos comediantes de segunda en la década del setenta que súbitamente logran el éxito. La idea es sencilla: antes de que Nino y Bruno sean famosos, es una comedia, negra por supuesto, ágil, divertida, disparatada y llena de ingenio. Después del éxito la desconfianza, la envidia y los celos se apoderan de la pareja de comediantes, que ahora están llenos de odio. Las consecuencias de esta nueva situación producen risa pero también estremecen.

En esta película está también presente, pero de manera más sutil, otro de los temas que cruzan todas sus historias: la maldad, el odio, ya sea en forma de anarquía, violencia, ultraderechismo, satanismo, envidia, corrupción o codicia. Estas dos últimas formas son las que toma esa maldad en su nueva película, La comunidad (2001), en la que encierra su historia en un claustrofóbico y decadente edificio de apartamentos donde todos los inquilinos guardan un azaroso secreto.

Se trata de un filme en el que nuevamente le vemos utilizar sus habituales materiales y herramientas, como la violencia, la truculencia, el humor negro, la parodia ácida, las referencias al cine y a los comics y la recreación de un universo con lógica y estética propias, pero ahora con más precisión, con un manejo más mesurado y orgánico de sus excesos y extravagancias, pero por eso más contundentes e impactantes. Por eso pareciera que le está ocurriendo lo mismo que a Almodóvar después de Mujeres al borde de un ataque de nervios, que está madurando sin traicionar su estilo, que se está afinando cada vez más en sus temas y sus relatos, que va camino a consolidarse como el genio que ahora apenas se perfila.

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