El crimen no paga

Por Oswaldo Osorio

“Hazlo primero, hazlo tú
mismo y sigue haciéndolo”.
Tony Camonte (Scarface,1932)

Desde La Ley del Hampa, realizada por Joseph Von Stenberg hace setenta años, hasta la reciente Brasco, el último y, por demás, virtuoso capítulo de este subgénenero cinematográfico; el cine de gángsters le ha dado al séptimo arte una buena cantidad de títulos, algunos de ellos considerados como grandes obras del celuloide.

Todo empezó cuando en 1919 entró en rigor en todo el territorio norteamericano la ley que prohibía la venta de bebidas alcohólicas. Desde entonces, el hampa organizada creó un imperio fragmentado que puso en entredicho la ley y el orden de este país, aunque era patrocinado por altas esferas del poder. Esta situación condicionó sustancialmente la sociedad norteamericana de los veinte y parte de los treinta, y el cine, aunque con algún retraso, comenzó a reflejar esta realidad. Pero además de retomar las acciones delictivas de los gángsters, se ocupó también de toda su iconografía: vestimenta, actitudes, lenguaje, códigos y hasta su apariencia física. En síntesis, un universo muy propicio para ser reconstruido y ambientado por la estética y el lenguaje del cine.

A partir de La Ley del Hampa (1927), el primer filme que propone al gángster como protagonista, las películas dramatizando la vida y muerte de estos criminales hijos de la prohibición fueron familiares en el cine de Hollywood. En principio de pregonó esa imagen romántica que popularmente se tenía de ellos, es decir, delincuentes simpáticos que con un especial fatalismo proveían el licor que todos consumían, aunque estuviera prohibido.

Los gángsters de la Warner

Poco después de la llegada del cine sonoro se hicieron las mejores películas de gángsters, cuando todavía sus historias tenían mucho que ver con la realidad  y no habían sido tocadas aún por la censura puritana y conservadora. Tres de las mejores obras fueron realizadas antes de que en 1933 cayera la ley de prohibición: Little Caesar (1930), de Marvin LeRoy; Public Enemy (1931), de William Wellman; y Scarface (1932), de Howard Hawks. Todas ellas producidas por la Warner Bros, estudio que se especializó en el tema.

Estas tres películas son las que mejor definen el prototipo clásico del gángster, es decir, un hombre solitario y anárquico con unos esquemas morales que fácilmente son resueltos. Y es que el cine siempre contempló al gángster de una manera facilista, en una lucha de buenos y malos , donde él, por supuesto, era el malo, y su comportamiento era producto de una elección moral y no de un contexto socie-económico que lo afectaba.
El cine nunca cuestionó este contexto, y mucho menos el puritanismo que significaba en sí la prohibición de vender y consumir licor. Por eso el personaje del gángster fue perdiendo sus matices y al final sólo quedó la imagen de un ser violento y perjudicial para la sociedad.

El señor Hays y su reaccionario y ultra-conservador código de censura fue, en buena medida, responsable de este cambio y de su paulatina desaparición como figura central, dejándole ese espacio a personajes contrapuestos como el policía y el detective. Es así como los grandes actores de la época como James Cagney (cuya fisonomía inspiró al creador de Dick Tracy), George Raft o Edward G. Robinson, tuvieron que reciclarse encarnando a los representantes de la ley con la misma convicción con que hacían de chicos malos.

Los gángsters y el cine negro

Pero estos nuevos personajes no siempre fueron el prototipo del héroe sin tacha, generalmente se caracterizaban por la ambigüedad entre su carácter rudo e individualista y su naturaleza humana y generosa. Este tipo de personaje estuvo presente en el cine negro, que mucho heredó del cine de gángsters, y que tuvo en la figura de Humprey Bogart a su intérprete más representativo.

Hay que aclarar que el cine negro, más que un género, fue un estilo, una corriente pesimista y sombría con una estética muy marcada. Fue muy popular en los cuarenta y abarcó varios géneros, como el policial, el de gángsters y el melodrama. Con el tiempo el cine negro ha sido resucitado cíclicamente y, entonces, sí se ha convertido en un género, en la medida en que tiene unas convenciones formales y temáticas establecidas.

Bajo formas más estilizadas floreció en los años cincuenta ese código de valores de los   gángsters, pero ahora con una marcada influencia del cine negro. Aunque su producción es más escasa, se pueden mencionar producciones como Pánico en las Calles (1950), de Elia Kazan; Jungla de Asfalto (1950), de John Huston; y Chicago Año Treinta (1958), de Nicholas Ray.

A partir de los sesenta el cine de gángsters es cada vez más esporádico. Se reduce a las resconstrucciones históricas como Los intocables (1988), de Brian De Palma, o De Paseo a la Muerte (1990), de los hermanos Cohen; porque aquellos filmes de gángsters modernos se desvanecen, casi siempre, en películas policiacas o de acción.

Capítulo aparte, por supuesto, lo conforman filmes como la trilogía de El Padrino, de Francis Ford Coppola, la obra cumbre del género y la que le dio dimensiones antropológicas. también encontramos películas como la descarnada Caracortada (1983), de Brian De Palma; la frenética Buenos Muchachos (1988), de Martin Scorsese; o la dura e inquietante Brasco (1996), de Mike Newell. Todas ellas que presentan al gángster en su contexto, con su cultura y manera de pensar. Películas que cuestionan y exploran la naturaleza de estos héroes del hampa, condenados de antemano por esa sentencia moralizante de “el crimen no paga”.

RECIBA EN SU CORREO LA CRÍTICA DE LA SEMANA